lunes, 8 de marzo de 2010

Ser pobre no es ser ladrón

Mis padres siempre fueron muy humildes. Trabajaron para darme todo lo que hoy con orgullo llevo: la vida y mi nombre. No puedo decir que pasé trabajo ni que mendigue un mendrugo de pan, pero si viví con austeridad, desde mi sencillo apartamento en los Jardines del valle, con la montaña de cerros dándome los buenos días y recordándome, siempre, lo que soy y de donde vengo.

Mi madre. Una asistente de farmacia que tuvo la dicha de trabajar en una institución seria, en la cual logró pedir prestamos a diestra y siniestra para “bandearse”. Mi padre, un comerciante de profesión, que por venturas de la vida tuvo que asirse de un volante y recorrer los recovecos de una ciudad a la que amaba profundamente. Esos fueron mis ejemplos.

Cuando nací, gracias la LPH de mi mamá, lograron comprar el humilde apartamento de 3 habitaciones y un baño, nada de jacuzzi ni maleteros. Decidieron mudarse a un sitio más cómodo, y darle a sus hijas un lugar más seguro en donde vivir, un poco más “seguro” que las veredas de Coche.
Mis padres pasaron 5 años pagando, religiosamente, las cuotas del apartamento; tanta era la pelazón que ni fotos a la niña recién nacida pudieron tomarle (si, sólo tengo una foto tipo carnet en la que salgo bastante fea, gracias). Con los años, el fairlane 500 con el que taxiaba mi padre comenzó a fallar y mi mamá, siempre sabia, decidió buscar un crédito para un carrito nuevo. Fue así como tuvimos el corsita 2001, sencillo, sin aire ni asientos de cuero, pero que nos daría de comer.

A mis 20 años, mis padres habían compilado una apartamento y un carro nuevo, que servirían para nuestro futuro” (conste en acta que estas son palabras fidedignas de ellos), nada con el que uno pueda decir “Guau, soy rica”, pero el esfuerzo y tenacidad por dejarle una base económica a sus hijas es algo que vale más que todo el Vaticano junto.

Hace dos años, mi padre murió y su carrito corsa quedó estacionado por algún tiempo, hasta que las heridas sanaran, o hasta que la humedad le borrara su olor impregnado en los asientos; porque si hay vaina jodida en este mundo es pernoctar entre el olor fermentado y la ausencia del ser que amas.
El carrito sigue allí, esperando que algún día mis manos tengan el valor de agarrar el volante que le perteneció y que mi espalda roce el asiento que él por tanto tiempo tocó.
….
Ayer, leyendo el periódico aparecía una noticia sobre las propiedades de la familia Quintero y de cómo le habían quitado la hacienda que por años le había pertenecido. No pude dejar de prensar en el carrito de mi papá. Sentí como si me oprimían el pecho, sentí miedo. Y sentí miedo, porque si algo amo en la vida son las cosas que me recuerdan a él: su gorra del Caracas, sus cassette de gaitas, las tres camisas que aún conservan su humor, y ese carrito que el cuidó como a su vida.

Me imaginé el dolor de esa familia, el sentimiento de impotencia y de ira que debe estar carcomiendo sus entrañas e, irremediablemente, pensé en el carrito, en la rabia profunda que sentiría si me lo quitaran, así como así, porque alguien extraño decide que no le doy el uso correcto o porque hay personas que lo necesitan más que yo.

Al menos en este post, no voy a analizar si realmente tienen justificación legal para tal medida, o si la familia Quintero es una burguesa asquerosa que esclavizó a toda una población, ya el tiempo lo dirá; lo que pretendo reflejar es que nadie tiene derecho a quitarte lo que con esfuerzo conseguiste, no es justo que se hagan de algo que te pertenece, a lo que amas por medio de argumentos fútiles. Que alguien venga, de la noche a la mañana, y te diga que tu apartamento ya no es tuyo porque una familia no tiene donde vivir y necesitan un techo. No es justo, que se metan en tu casa, armados hasta los dientes, y te saquen como un vulgar ladrón de lo que es tuyo. No es justo, y que no me vengan con la proclama falsa y maniquea “Ellos son pobres y no tienen donde vivir”, porque mis padres fueron unos marabinos pobres y sin estudios, que llegaron a Caracas en busca de una mejor vida, que pelaron bastante bola, que sudaron bastante para darnos, a mi hermana y a mí, lo que podían. Ellos no agarraron como escusa su pobreza para robar y arrebatar.
La pobreza no es una mancha o un estigma, al contrario, es un aliciente para impulsarte, para obligarte a mejorar, a echar para adelante. La pobreza es una condición que te obliga a salir en pie o refugiarte como rémora, esperando que otros te resuelvan la vida.

viernes, 5 de marzo de 2010

La niña más tremenda de la casa

El antecedente de una hermana tranquila y obediente, marcaron mis primero años de vida. No recuerdo muy bien mis travesuras, pero tengo unas piezas inconexas en mi cabeza que se han formado a través de los cuentos familiares. Mi madre siempre cuenta que a los cinco años tuvo que llevarme al psicólogo, pues necesitaba entender por qué mi comportamiento era tan descontrolado si mi hermana mayor siempre fue, digamos, “juiciosa”.

En plena cita con el psicólogo de la universidad, no paré de subirme y bajarme, como un resort0e, de las sillas. Mientras mi mamá hacía actos desesperados para que dejara de brincar por todo el consultorio, yo no dejaba de menarme cual trompo por todo el lugar. Sin embargo, cuenta mi madre, que la doctora permanecía callada, con la mirada fija en mis movimientos, esperando que el efecto normal del cansancio hiciera mella en mi excesiva energía.

Para mi madre fueron los 30 minutos más insoportables de la historia. Aunque me había llevado para allá por mi desenfrenada inquietud, algo es su rezagada fe le decía que yo podría portarme bien en la cita médica, cosa que muy a su pesar no sucedió. Al parecer me lo advirtió antes de salir: “Hija, por favor, trata de no portarte mal. Hazlo por mami, ¿si?”. A lo que yo, presuntamente, respondí: “Claro mami, me portaré bien, como siempre”. Ante esa repuesta, creo que mi madre no quedó muy contenta, por lo que ahora, a uno cuantos años después, no entiendo cuál fue su sorpresa con mi comportamiento.

Vamos, digo yo ahora, ¿acaso no me llevó porque me estaba portando mal? Entonces, ¿por qué esperaba otro comportamiento de mí? La idea era que la doctora se fijara en lo inquieta, dispersa y tremenda que era la pequeña niña, ¿no?.
Pues bien, sigamos el relato. En la cita, no sólo me encaramé en la silla, también canté, bailé y hasta grité. La doctora, por su parte, me miraba con inquietud, anotaba en su cuaderno y echaba sonrisas de soslayo. ¿Qué cómo supe eso? Pues mi madre me lo contó.

La doctora se reía y me miraba. El diagnóstico fue desolador para mi mamá, al menos eso creo yo, pues ella esperaba que la doctora diera un cuadro similar a esto. “Exceso de dulce, redúzcale dosis de chocolate y malta; dele bebidas con agua de lechuga y trate de meterla en algún deporte de alto contacto”. En lugar de eso, la doctora solo dijo: “La niña está perfecta, tiene una dieta balanceada, duerme lo necesario y su actividad física es la indicada. Sólo es tremenda y le gusta jugar”.

Mi madre salió ofendida, perdió toda una tarde, gastó un dineral en comida y dulce para mi hermana y para mí, mientras la doctora sólo le dijo “La niña es tremenda”…. “De bolas que es tremenda – decía mi madre- si fuese una tranquilita no la traigo al psicólogo ¿No cree?
De ese episodio, solo recuerdo el final, cuando mi madre asió su cartera y me agarró de un brazo, mientras mascullaba algunas frases que se perdían en el aire. ¿Qué donde estaba mi hermana? Pues callada, y siempre “juiciosa” de la mano de mi mamá.


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