sábado, 12 de diciembre de 2009

Zapatos colgados


Valentina se paró muy temprano y se calzó sus viejos zapatos de marcha, esos que había comprado única y exclusivamente para salir a ejercer su democrático derecho: la protesta. Estaban desgastados y sucios, tanto o más que sus esperanzas de que las cosas cambiarán a través de las caminatas, los pitos y las consignas. Le echó una enjabonada a su paciencia y encendió el televisor para ubicar la posición de la marcha y el número de personas: “Una más puede marcar la diferencia”, era su lema favorito.

En la pantalla, uno de los voceros principales invitó a la comunidad para que se uniera a la “masiva concentración”, mientras mostraba la camisa del partido político en ciernes y esgrimía la bandera de las primarias como único mecanismos para escoger las candidaturas. Al cambiar el canal, apareció otra figurilla, de esas que deberían convertirse en arena para soplarlas, y alegó que las primarias son artilugios políticos para dividir a la oposición y que deberían ser tomadas en cuenta sólo “cuando el caso lo amerite”.

Justo frente a sus ojos, Valentina era testigo de una disputa sin sentido: militantes de un mismo bando, antiguos compañeros de partido, se enlazaban en una batalla sin cuartel, mientras el “supuesto rival” se perfila en el camino de las parlamentarias, resguardando bajo el silencio cómplice los conflictos internos. En paralelo, y para desgracia de Valentina, sus dirigentes se insultaron y desmoralizaban los unos a los otros, sin disimulos, sin medias tintas, y en los principales medios de comunicación, lanzando por el caño las estrategias políticas más adecuadas para el triunfo.

En ese mismo instante, mientras tomaba café, Valentina sintió un fuerte punzón en el estomago, como si del techo cayera una estaca y se clavara justo en su cabeza. Era una sensación familiar, pues había adquirido desde pequeña un mecanismo para convertir los estremecimientos traumáticos en imágenes novelescas y dramáticas: la traición era para ella como si le atravesaran el cuerpo y la dejasen sangrante en la mitad de la sala.

Así fue la sensación, adivinó segundos después, había sido traicionada y su cuerpo yacía sangrante y divido, pero ahora en la cocina de su casa y frente al televisor. Tomó el control y pulso el botón rojo, tomó su taza de café y se quitó sus zapatos de marcha. Los guardó con cuidado para tiempos mejores, aquellos que le devolverán la confianza y la fe.

viernes, 11 de diciembre de 2009

Una ciudad que no es mia

Se presentó gentil, sin colas, sin gritos, sin desorden. Me recibió de noche y bajo un clima afable, hecho curioso por tratarse de una isla cuyo clima normal sobrepasa los 30 grados en la sombra. Yo venía ensimismada, guardando las ganas de llorar bajo la hermosura de un paisaje caribeño y esplendido.

El sol me abría los brazos, y la tranquilidad del mar me arropaba la nostalgia como una cuna resguarda suavemente los sueños de un bebé. Sin embargo, era difícil no pensar en las cosas que dejaba, en la gente maravillosa que se quedaba despidiéndose con resignación y en los sueños que ponía en remojo para tiempos mejores.

Igual, siempre estarán aquí, en las fotos que siempre veo y en los numerosos puentes festivos que abarrotan el calendario venezolano. Siempre habrá una escusa perfecta para viajar y reencontrarme con mi caos adictivo, con mis cariños estáticos, con mis confidentes e inseparables, con la locura colectiva que siempre me hace falta (si, estoy un poco loca) cuando viajo a lugares tranquilos y que funcionan bajo un orden aceptable.

Ahora estoy aquí, lejos de todo lo que me hizo crecer, de todo lo que vi y me vio; lejos de mis momentos alegres y de los que no fueron tanto, pero con la vena expectante en verde, encendida y activa. Estoy aquí, aceptando con una sonrisa lo que esta isla tenga a bien ofrecerme, agradeciéndole los atardeceres de rojos y amarillos perfectos, la comida sabrosa y sus calles despejadas. Estoy aqui, recibiendo una ciudad que no es mia pero en la que intentó pasar los mejores años de mi vida.

sábado, 5 de diciembre de 2009

En 28 dias

De chiquitas, al menos las mujeres que conozco, nacemos con la ilusión de casarnos: jugamos a la mamá y al papá, tenemos muñequitas que lloran, babean, hacen pipi (como si esto fuera cuchi) y anhelamos vestirnos de novia. Es un deseo, que algunas, llevamos a lo largo de la vida, soterrados en lo más profundo de nuestras aspiraciones.
Así, transcurren los años y el deseo se despierta, adquiere fuerza y va exigiendo su cumplimiento.
En mi caso, las ganas de casarme se revelaron con furor, sin preaviso y sin contemplaciones: él y yo decidimos casarnos en 28 días, por el civil y por la iglesia y con todos los jugueticos ( fiesta, hora loca, vino, vestido, anillos, entre otrosss). Cómo lo lograríamos iría con la ayuda de Dios, la Divina Providencia, una buena madrina, el apoyo de nuestras respectivas madres y todo aquel que quisiera ayudar (bendito sean todos).
Con el favor de la vida, las cosas nos saldrían bien- suena buen plan los primeros 5 minutos, pero ya en frío y sin la emoción de Susanita, los 28 días empiezan a tomar relevancia, mutan, se desfiguran y te empañan la vista-: "28 días para organizar una boda? Estoy en problemas".
Gracias a las mismas personas antes mencionadas, el pánico es detenido, como si le hubiesen echado un balde de agua fria en las piernas, y con las ganas y la fé esgrimida como bandera saqué una super libreta para anotar todo por categorias-consejo de la madrina-:
1) Categoría 1: Vestido novia
2) Categoría 2: Logístico Fiesta
3) Categoría 3: Bebida y pasapalos
4) Categoría 4: Trámites legales

La lista fue enorme, y la Categoría de Trámites fue el camino mas tortuoso que novia alguna puede pasar, casi similar a las cruzadas impulsadas por el Papado para alcanzar Tierra Santa y la redención divina. En fin, eran 28 días y tenía poco tiempo para quejarme de la burocracia. Poco a poco, y con paciencia, se fueron dando las cosas. Se buscaron los contactos mas importantes: Quién hacia la torta más bonita y barata; "Yo tengo un amigo que tiene una agencia de festejos"- decía mi suegra, mientras agradecía a mi papá por toda su ayuda celestial-; "Yo te hago 200 bolitas de carne" (que maravilla); "Y yo te hago las trufas para la mesa de torta" -gritaba mi cuñada, mientras yo iba tachando "Cosas pendientes" de la lista.
El 28 de noviembre mi cabeza parecía la estación del metro a las 6 pm en Capitolio: mil quinientas cosas que hacer corrían de aquí para allá, y el reloj andaba con paso firme y amenazante.
El vestido, la torta, la peluqueria, arreglo del salón de fiesta, arreglo de iglesia, ramos, pasapalos que buscar, el hielo.... Dios, gusfraba, gusfraba -decía la madrina.
A las 6 de la mañana, la linda novia estaba delegando las responsabilidades, el que me quería(o nos quería) tenía que colaborar, no hay chance ni excusas.
Todos nos moviamos como hormigas amaestradas; corriamos por la ciudad, sorteando las colas como todos unos acróbatas, y con los relojes cronometrados a las 5 pm- ésto como hora tope para tener todo listo y comenzar a vestirse-.
Obviamente, y con el caos esperado, las cosas se dieron (aun no sé cómo) con algunos minutos de retrasado, pero se dieron: el novio esperó la media hora de rigor, salí de mi casa sin sudar y sin las medias rotas (a pesar de que tuve que ir al baño en medio de los metros de tela del vestido que me cubrían), el carrazo abajo (Dios bendiga a mi cuñada y a su esposo por el Mercedes brindado).
A las 8 pm la flamante novia estaba en la iglesia, con el maquillaje intacto y feliz por haber llegado bien. La emoción es indescriptible y maravillosa, tan hermosa como la sonrisa de mi madre mientras caminaba por el altar y tan maravillosa como la mirada de mi, ahora esposo, tan transparente y aguarapada.
La fiesta, con salvadas excepciones fue perfecta: la cantidad de comida adecuada, la bebida indicada, la decoración ideal y delicada, y la felicidad intacta, contagiosa, compartida y sincera.
Una boda hecha en 28 días pero deseada durante 25 años.

martes, 3 de noviembre de 2009

Retraso por arrollamiento


24 horas, 7 días de la semana; puentes, navajas, pistolas, pastillas y la gente prefiere arrojarse a los rieles del vagón un lunes, a la 7 de la mañana y en Colegio de Ingenieros.
Si, específicamente allí, en la estación que antecede a la más congestionada del transporté subterráneo “Plaza Venezuela”, en la desembocadura, muy poco planificada, de todas las estaciones del Este y Oeste de la ciudad.

A las 7 y 50 am, la estación Plaza Venezuela es un hervidero, con cientos de personas empujándose y compitiendo por ser el primero en montarse en el vagón sin ser aplastado por las puertas mecánicas. No importa nada, si eres mujer, embarazada, alta, rubia, mister, padre, periodista, buhonero, cura o chavista, todos luchan en igualdad de condiciones y por un mismo fin: Llegar rápido y vivo.
Los que vienen de la línea tres (3), deben soportar los apretones, recostones, celulares estridentes con canciones mal grabadas, y los múltiples coleados provenientes de los Valles del Tuy. Si, de los Valle del Tuy, y que conste en acta que no existe, al menos en este comentario, odio o prejuicio alguno hacia ellos pero, seamos francos, la gran mayoría parece haber sido criados en el Hipódromo de la Rinconada.
Aparte, si existe una sensación de tensión y terror, mezclada con impotencia y rabia, seguramente es muy similar a la que produce estar parada en la primera fila, con el vagón acercándose, mientras el tumulto de piernas y brazos tuyeros van bajando, entre bufidos y gritos, por las escaleras para meterse, de todas, todas en el vagón.
En esa fracción de segundo, te pasa por la mente la película de tu vida, tus sueños, sus logros y decepciones, los posibles hijos (igualitos a su papá), tal cual como si fueses a morir en ese instante. El que piense que esto es una exageración de alguien disociado, se le recomienda echar una paseada por la estación del Valle, cualquier día y en hora pico.

Cuando al fin logras superar esa primera prueba, no te ganarás ningún apartamento o carro cero kilómetros, pero seguramente estarás más cerca de tu destino y eso puede significar un triunfo total.
Ya en Plaza Venezuela, te espera la prueba 2: Soportar, estoicamente, la espera del vagón menos lleno. Toda una proeza digna de la canonización, sobre todo, si pasas por ella todos los días.
Después de 3 vagones atestados de gente, en donde más de una perdió el tacón, una uña postiza y, probablemente, la virginidad, le quedan 15 minutos para llegar media hora tarde a su oficina. Quizás piensa que no le puede ir peor, cuando una voz de ultratumba, como griposa y precipitada, informa por unos parlantes:
“Se les informa a los señores usuarios que se está presentando un fuerte retraso en la estación Colegio de Ingenieros por arrollamiento, se les sugiere utilizar el transporte superficial”.
Aquella voz es como la de su mamá cuando de chiquita la levantaba para ir a la escuela.

¿Arrollamiento?- se pregunta. ¿Arrollamiento, justo hoy y a esta hora? ¿Arrollamiento cuando ya estaba por montarme en el vagón? ¿Arrollamiento justo cuando voy tarde al trabajo por quedarme viendo la Entrevista? Puto Miguel Ángel Rodríguez y su invitado Petkoff ¿Transporte superficial para los Palos Grandes? ¿Cómo carajo hago para llegar a la 10ma transversal sin Metro y sin plata para un taxi? ¿Arrollamiento un lunes? Coño, ¿de tantos días y se antoja de suicidarse justo hoy? El grandísimo hijo de su madre!
A esa hora, y en tacones de aguja, sale Lucia, despeinada, amoratada por los empujones y, de seguro, con una amonestación en su escritorio.

lunes, 26 de octubre de 2009

Con la brújula de Jack Sparrow


En 1998* los partidos políticos entraron en coma. El discurso renovado de Chávez, más el desgaste político que venían experimentando, prendieron el bombillo rojo en la sala de cuidados intensivos. Nada podía salvarlos. Como un adicto que se niega a aceptar su enfermedad, los partidos tradicionales no reconocieron su delicado estado de salud. Decidieron emprender una lucha con sello de derrota y se fueron convirtiendo en el enfermo que nadie quiere: llenos de escaras y renuentes a que le echasen un baño refrescante.


Desde esa fecha, los avances han sido pocos. El enfermo se niega a mejorar.
En ese devenir, los partidos políticos se han desgastado en la mente y en las aspiraciones de muchos venezolanos. Y en ese mismo desgaste, se ha tergiversado la importancia que implica para las democracias contar con partidos sólidos, organizados y eficaces.
De 10 personas que responden la encuesta sobre sus inclinaciones políticas, la mitad no simpatiza con ningún partido. Probablemente, más de la mitad no creen en ningún dirigente político.
Lamentablemente, el ser humano tiende a creer que el momento que se está viviendo es el más importante, acontecido, difícil y trágico. Tienden a pensar que los partidos que tienen son los peores de la historia, y la situación política actual es la más apremiante, sin recordar que antes de su nacimiento pasaron varios siglos y varios hechos, posiblemente más trascendentales y terribles.

Los partidos políticos llevan años forjando su derrota, desde el mismo momento que se convirtieron en reptiles ambiciosos capaces de devorar a quien obstaculice su camino. A lo mejor siempre fueron así y lo que realmente sucedió es que nos dimos cuenta tiempo después. Prefiero pensar que la politiquería se los tragó, y esos espíritus nobles yacen en la barriga del dragón y luchando por salir.
Los dirigentes se hicieron de la brújula de Jack Sparrow, y andan perdidos en alta mar buscando el codiciado tesoro.

“En Venezuela está ocurriendo algo de eso, los partidos lucen agotados en lo ideológico y políticamente se hallan reducidos a simples maquinarias electorales” (Lombardi, 1984).

25 años después, y la versión sigue entonando la misma estrofa. Nada cambia, todo sigue estático y el pueblo esperando un superman que los rescate. Muchas de las cosas que nos agobian actualmente, están estrechamente ligadas a las actuaciones incorrectas por parte de los sesudos políticos de este país.
Como ya he escuchado varias veces, “Cada país tiene el Gobierno que merece, y Venezuela tiene la oposición que se merece, lamentablemente”.
Mirando un poco más allá del desprecio bien ganado que algunos sentimos hacia los partidos, ¿estamos realmente claros los venezolanos del verdadero valor que encierra la existencia y permanencia de un partido, independientemente de su inclinación o filosofía?

Los partidos cumplen la función de representar una corriente política determinada, organizar a las comunidades hacia la toma de decisiones en pro de sus necesidades y las del colectivo. Los partidos despiertan al pueblo de su abulia, para que salgan a reclamar lo que por derecho les corresponde. Los partidos facilitan la concreción de ópticas contrarias para que trabajen unidos por un mismo fin. Para irnos a lo meramente capitalista, los partidos financian las movilizaciones políticas para que su campo de acción se extienda y los resultados sean de mayor impacto.
Ese es el deber ser, lo teórico, que siempre luce bonito cuando la caligrafía Palmer lo desarrolla en un papel. Que en Venezuela no se den palmariamente estos aspectos, no quiere decir que los partidos (como esencia) no funcionen.

Revisemos la historia reciente, cuando el presidente de Brasil, Lula da Silva, logró cambios notables a través de su partido político PT – que comenzó como un movimiento sindical obrero y luego se transformó en un asunto político. Veamos, también, el lado antagónico como Cuba, en donde la carencia de partidos políticos ha sedimentado los 40 años de una férrea dictadura, eufemísticamente denominada Socialista.

El compromiso está en el aire, ululando. La democracia subsiste y se aferra a cualquier expresión de libertad y ejercicio ciudadano. El pueblo debe activarse, levantarse. El momento nos reclama, a todos, no unos y otros, a todos, desde sus trincheras, desde sus pequeños espacios de lucha, desde sus creencias políticos, pero luchando con críticas, con ideas; desde el Twitter, desde tu blog.
Tenemos chance, la política puede redimensionarse hacia objetivos comunes, sólo es necesario el compromiso y las ganas de hacerlos.

Por mi parte, seguiré siendo el ojo acusador, quisquilloso y despiadado, porque ese fue el espacio que me tocó (o escogí, da igual). Seguiré anotando lo que hacen mal, y festejando con modestia sus logros. Seguiré usando mi dedo índice para expresarme frente a la máquina de votación. Seguiré llamando a la participación, y espantando los fantasmas de fraude y trampa electrónica. Seguiré desde este lado de la acera.




*Estaban en coma desde mucho antes, pero traté de ser optimista.

viernes, 16 de octubre de 2009

Ojos azules de Arturo Pérez- Reverte








La masacre de Latinoamérica

Llegaron perdidos, y ansiosos. Jamás habían visto un paraje tan espectacular y creyeron ser sus dueños. De hecho, por sus cabezas pasó la idea de que el haber llegado allí los convertía en sus descubridores y la historia- triste designio- los sepultaría con esa insignia. Hasta hace poco, en las clases de historia, los educadores vanagloriaban la hazaña heroica de Colón y demás acompañantes. Para variar, los anales siempre solapan una versión destinada al destierro y luego al olvido.
Como manifiesta Mario Vargas Llosa en un prologo de su autoria dedicado a la obra de Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas: "Si hay una barbarie explícita, cínica, la encarna la Compañía, cuya única razón de ser en las selvas y ríos donde se ha instalado a saquearlo, explotando para ello con ilimitada crueldad a esos caníbales a los que esclaviza, reprime o mata sin el menos escrúpulo".
Así se dieron las cosas, bajo este perfil y con la sangre indígena mezclándose con los meandros de los ríos.
Pero, despojándonos de sentimentalismos ancestrales y resentimientos obsoletos, en nuestro continente no habitaban seres despojados de toda maldad y amparados bajo la santidad de un ángel. En nuestro continente había indígenas, acostumbrados a matar, a realizar sacrificios religiosos, a extirparle el corazón a quien se atraviese a deshonrar la dinastía o el honor. El pensar que nuestros indígenas fueron mansos corderos, que aceptaron con beneplácito los abusos y desmadres de los españoles es tan risible como creer que un borracho, malandrín de quinta llamado Cristóbal Colón es el padre de un continente, que tras años de esfuerzo y sacrificios, logró descubrirlo. Por Dios, señor, ya nosotros existíamos, incluso mucha antes que usted pensara nacer- podría decirle si existiese la oportunidad-.
Es precisamente esta parte de la historia la que se encuentra reflejada en el cuento Ojos azules, de Arturo Pérez-Reverte.

El eterno amante de las batallas


Como reportero de prensa y televisión le tocó cubrir los conflictos internacionales, y tras su paso por eso derroteros, fue testigo de múltiples estallidos bélicos como la guerra de Chipre, diversas fases de la guerra del Líbano, la guerra de Eritrea, la guerra del Sahara, la de las Malvinas, la de El Salvador, la guerra de Nicaragua, del Chad, la crisis de Libia, las guerrillas del Sudán, la guerra de Mozambique, de Angola, y el golpe de estado de Túnez, entre otros. Incontables historias pugnándose un lugar de honor dentro de las extensas obras que carga acuestas el escritor español Arturo Pérez-Reverte.
Es comprensible que después de estar en tantos campos armados, la mayoría de sus libros tengan como leitmotiv las batallas, las armas, los capitanes, ejércitos, sangre y muertos. La colección Las aventuras del capitán Alatriste, lo confirman.
Con un puesto dentro de Real Academia Española, desde el 12 de junio de 2003, Pérez-Reverte ha tenido sus glorias. El Maestro de esgrima logró atraparme desde el primer momento, además de parecerme un esfuerzo significativo el trabajo de investigación sobre aspectos de la esgrima que estaban soterrados en el relato. A ratos, parecía más una clase de esgrima que una historia de amor y muerte.
El club Dumas, no necesita presentación, pues hasta goza de una película protagonizada por Jhonny Deep y dirigida, nada más y nada menos, por Román Polanski (La novena puerta, 1999).

Pero esta novela, que luce más como cuento por lo corto del relato – tan sólo tiene 36 páginas- parece haber nacido como estrategia de la editorial y no como un aporte literario del escritor español. De hecho, en pocas biografías sobre Pérez-Reverte sobre sale, o se menciona, la existencia de Ojos azules.

Los ojos azules de un español

El libro lo compré el mismo día que se celebraba el otrora Día de la raza, y lo tomé sin ningún fin histórico o para reivindicar mi pasado indígena y negro. A decir verdad, me gustó su bien lograda ilustración y la solapa de lujo que lo envolvía. Además, el precio era absurdo (23 Bs.), tomando en cuenta que cualquier libro no baja de los 100 bolívares fortísimos.
No es un joya literaria, ni creo que ese haya sido el objetivo del autor, mantiene el lenguaje elaborado y enrevesado, que te transportan a los remotos años de 1520, año según la cual los aztecas dieron fin al dominio de los conquistadores en las tierras mejicanas de Tenochtitlán. La venganza más absoluta, buscaba limpiar la sangre nativa a punta de dagas, carnes desgarradas y corazones ofrecidos a los dioses.
Esa noche, mejor conocida como La noche triste cuenta la historia, según Pérez-Reverte- de cuando los aztecas juraron venganza y decidieron acabar con la vida de aquellos impíos españoles que violaron a sus mujeres, mataron a sus hombres, y saquearon sus riquezas por la vía de la crueldad más absoluta.
Cargados de todo el oro que les cabía en los jubones y bolsillos, los conquistadores emprendieron la huida hacia tierras españoles. Ojos azules, el protagonista de la historia y uno de los españoles sanguinarios, decidió no dar marcha atrás hasta llevarse todo las riquezas que había recaudado en sus años de abusos, robos y violaciones.
"El peso del oro lo reconfortaba. Había venido muy lejos a buscarlo, había peleado y sufrido y visto morir a muchos camaradas por ese oro. Él tenía la certeza de que iba a salir con bien de aquella; y a su regreso ya no tendría que arar la tierra ingrata en la que había nacido, seca y maldita de Dios, tierra de caínes esquilmada por reyes, curas, señores, funcionarios, recaudadores de impuestos y alguaciles. Con aquel oro tendría para vivir bien y hacer una buena boda, para poseer su propia tierra y su propia casa. Para envejecer tranquilo, como un hidalgo, contándole a sus nietos cómo conquistó Tenochtitlán".
Como narrador omnisciente, el autor no solo hace una radiografía de aquellos acontecimientos olvidados que marcaron la historia de los hispanos parlantes, sino que, en paralelo, humaniza a quienes por intereses varios destrozaron un continente.
Viola a una de las aztecas, ésta se enamora del español y comienzan un fogoso romance. Ella sale embarazada y él decide abandonarla a su suerte y emprende el difícil retorno a su tierra. Aunque le da ese toque dulzón y cursi propio de las novelas mexicanas, la nostalgia que sentía ese español por los suaves dulces y caricias que le propinaba la muchacha pelinegra, sirve para suavizar los extensos párrafos descriptivos y onomatopéyicos que destacan a lo largo del texto.
Al final, y muy predeciblemente, el español es capturado por las eternas victimas, y con una daga le arrancan el corazón, justo después de haber deseado que el hijo que llevaba la azteca en su vientre, siquiera, tuviese los ojos azules.
Un socarrón final para un libro que no te atrapa desde la primera línea.






martes, 6 de octubre de 2009

Es una huelga, no un circo







Lunes, 28 de septiembre en la mañana

-- Chamo, yo creo que hasta hoy aguanto—dijo Marco desde su colchoneta, mientras aprieta la almohada contra su barriga.

El chico de al lado lo mira de soslayo, y vuelva a concentrarse en el juego Venezuela & Taití. Afuera, en la calle, la gente se detiene a ver el juego desde una pantalla plana. Los periodistas cuelgan los micrófonos y grabadoras; ni la presencia del Alcalde Mayor los saca de su letargo. Goooollll, grita un técnico y la extinta CNB (que se encontraba transmitiendo por Internet desde el lugar) los acompaña eufóricos. ¡Eso es Venezuela, tú puedes!

-- Mi vida, no llores, tú sabías que esto no iba a ser fácil – le dice Sebas a Irene, agarrándole un brazo y llevándola hasta la colchoneta --. Si te sientes tan mal puedes darte de baja hoy, nosotros entendemos.

Del otro lado de la carpa, un grupo de muchachos del movimiento 100% tratan de ver la pantalla, pero el bululú se los impide. La única mujer del grupo señala con el dedo índice de la mano izquierda, y con el codo derecho tropieza al otro, indicando a la dirección que debe mirar.

-- Ves, llegó Leopoldo. Estos son el tipo de vainas que me impiden sumarme a la huelga—dice ella visiblemente disgustada--. Dejan que se metan los políticos y se adueñan de todo.

-- De pana—responde el más alto y se acomoda los lentes para ver mejor--. Y Leopoldo, que más devaluado no puede estar. Que cagada. Si dejamos que se metan los políticos, nos jodimos.

Al frente de la huelga de hambre, como parte de las ironías del destino, se encuentran dos panaderías, repletas por los fisgones, vecinos y familiares de los estudiantes.

-- Vente, chamo. Tengo full hambre y me da paja con los carajos comer allá. Vamos a quedarnos aquí—dice el técnico de Globovisión--. ¿Será que les llevamos unos pastelitos?—sonríe con burla desde el mostrador.

Una señora, vecina del sector, pide una bomba con bastante crema. Parece no darse cuenta de los estudiantes, posiblemente es una mujer despistada, y pasa frente a los huelguistas saboreando el postre rebozado. Por el borde de los labios corre la crema chantillí, y como si fuese una niña con un helado, se chorrea todas las manos. Se lame los dedos y cierra los ojos. ¡Señora, por dios… podría darse la espalda, no se da cuenta de que los muchachos están pasando hambre!

-- Coño, verdad. Disculpen muchachos, no me di cuenta—dice apenada y se devuelve a la panadería. Regresa con una bolsa repleta de pastelitos y por la entrada derecha a la OEA, se los entrega al stand de donativos.

De nuevo en la carpa, esta vez Ricardo, se queda embobado viendo la panadería. Trata de apoyarse de los codos en la cama, pero la debilidad por las horas sin comer, le da un empujón y cae de nuevo sobre su espalda.

-- Marico, el olor a pan me tiene mal. Debimos hacer esta huelga en otro sitio, uno que no tuviese dos panaderías al frente. Esto es una tortura.

El otro huelguista le da la razón y se levanta de la cama como si tuviese resortes en los zapatos. ¡Muchachos, allá vienen las autoridades del la UDO Oriente! ¡Llegó la hora de declarar!
Los muchachos, que minutos antes dormitaban en sus camillas, hacen fila india hasta la esquina en donde permanecen los periodistas. Unos diez estudiantes deciden ver la rueda de prensa desde su sitio, y otros prefieren seguir durmiendo.

-- Señores, por favor, traten de no agitarse mucho porque ya las defensas están bajando—grita una de las enfermeras, pero no logra calmar la euforia de los presentes.

Marcos, uno de los primeros huelguitas del estado Anzoátegui, mira al grupo apiñado alrededor de las cámaras y, de inmediato, les da la espalda.

--Que bolas—comenta con voz baja a su compañero de huelga y de estudios--. No pueden ver una cámara porque les sale energía de no sé dónde. No joda, yo no puedo ni ir pa’l baño sólo porque me caigo e’ jeta.

-- Igual yo—responde el amigo, también estudiante de la UDO-Oriente--, Pero no nos hagamos los pendejos, tú sabes porque ellos están así.

Marco se coloca el dedo en los labios ¡Shuu!, habla bajito, acuérdate que puede haber infiltrados de la Hojilla. El otro se pone la almohada en la boca, y se ríe de su picardía. Ambos agarran los vasos plásticos llenos de agua, y lo beben con desesperación.

Una señora, que se ofreció desde el segundo día de la huelga como colaboradora, pasa con una libreta por cada una de las camas. ¡Aquellos que quieran algo, avísenme para anotarlo! ¡Yo, quiero suero! ¡Yo quiero Gatorade! Se escucha como un coro de voces en la iglesia.

Alrededor de tres ruedas de prensa se hacen por día, y el mismo grupo de estudiantes, se organizan para estar en la misma posición frente a los espectadores. ¡Tú a mi derecha, el detrás de mi porque es muy alto, y tú al lado de aquel!, era la instrucción que giraba como comandante de un pelotón militar.
Los abogados de la moción, les hacen gestos de aprobación con las manos a los muchachos y saludan a los mirones. La jefa de prensa de la huelga- si, jefa de prensa- les informa a los periodistas la hora exacta en la que piensan hablar los voceros estudiantiles y los abogados.



El mismo lunes 28, en horas de la tarde

-- Chamo, que escondas ese vaso—le grita el organizador a uno de los huelguistas

-- ¿Qué te pasa, marico? No puedo tomar agua tampoco—le responde molesto y se bebe de un soplo lo que quedaba en el recipiente.

-- Agua sí, pero esa vaina que estás tomando no es agua—insistió.

-- Es suero, mariquito, y que yo sepa la idea de la huelga no es que nos muramos todos como pendejos. Ya el agua me da náuseas. ¡Guacala!

La huelga trascurre en una tensa calma. Una ambulancia se lleva a Marcos, que tiene la glicemia baja y principio de asma. Vomita dos veces, y acepta ser trasladado al Urológico de San Román. De 6 a 7 de la noche, se llevan a dos estudiantes más, y una mujer va con ellos. Ella llegó pesando 52 kilos, y ya está en 47. ¡No puede seguir aquí!, dice la enfermera.

A las doce de la madrugada ya no hay medios, ni periodistas. Sólo quedan los estudiantes, unos cuentos vecinos, y las madres de los muchachos.
Con la oscuridad de la noche, todo parece olvidarse, incluso, la propia huelga. Los organizadores se despiden y van a sus casas, pero antes, se acercan a los ayunados y les dan instrucciones. Unos asienten con la cabeza y otros manifiestan su desacuerdo.

Ya a las 2 am, sólo quedan las madres más preocupadas, compartiendo las colchonetas con sus hijos. Desde una equina, un estudiante se levanta y se va al stand de donativos. 5 minutos después regresa, y se cubre todo el cuerpo con una sábana.
Si alguien se para desde lejos, a una cuadra, verá varios torsos cubiertos con sábanas, moviendo las manos debajo de ellas, muy cerca de la cara. Formas graciosas, muy similares a los juegos de niños cuando se esconden debajo de sus camas para hacer travesuras o jugar a los fantasmas.

Un nuevo día, ya en la mañana

-- Es hora, ya quiero sacar a mi hijo de aquí—dice una madre a otra—El se niega a comer, dice que su compromiso es más grande que el hambre, pero me da rabia que sean pocos los comprometidos—murmura.

-- Al mío lo saco hoy, no me interesa lo que digan estos abogados ni el tal Julio. No voy a dejar que se muera mi muchacho.

Con ayuda de su hermano, Iván, estudiante de Bolívar, se levanta y sale de la zona huelguista. Pasa por el baño sólo para huelguistas y, al salir, se detiene frente al grupo de sus compañeros.

-- Debemos terminar esto, muchachos —dice Rebe a sus congéneres—Continuar sería un suicidio a nuestra idea inicial.
-- Estamos contigo; además, ya esto parece un concierto, sólo falta que Yordano venga a cantarnos una canción en dueto con Soledad Bravo—responde un moreno alto que ha perdido 5 kilos durante la huelga.

Al frente, Luis Chataing y El Guille saludan y dan besos, mientras algunos estudiantes hacen poses para salir bien en las fotos y montarlas en el Facebook.

-- ¿Ves lo que digo? Ya esta vaina se volvió un circo.

Al frente de las cámaras, dos jóvenes muestran sus labios parcialmente cosidos, y los abogados los vigilan dándoles la venia.

-- Si seguimos así, no dudo que nos convirtamos en la segunda plaza Altamira. Los actores animando la vaina; Servando y Florentino diciendo “Dejen de cantar las canciones de mi papá”; y la gente de RCTV llorando por sus equipos.

Las risas rompen las caras largas y palidecidas. Unas cuantas horas después, los tuiteros comentan sus opiniones a favor o en contra de la culminación. Desde VTV, Silva, muestra las fotos de huelguistas comiendo arepas y hamburguesas.
Los restaurantes de la cuidad capitalina, en especial sus dueños, celebran que la huelga terminó.
Las dueñas de las tiendas de ropa que quedaban escondidas tras las tienda de campaña “Ayunera”, arreglan los maniquíes y colocan 50% de descuento en toda la mercancía.
Muchos de los estudiantes, unos 30, quizás menos, deciden volver a sus estados y borran los contactos telefónicos de los voceros estudiantiles y de los abogados.

La calle Orinoco de las Mercedes, vuelve a su eterna rutina y la lucha estudiantil queda solapada bajo la historia de unos pocos.

jueves, 1 de octubre de 2009

Introito de una huelga

Si un extranjero pasaba por ahí, como parte del recorrido obligado de cualquier turista, fácilmente podía aludir lo que veía a un refugio para los heridos que dejan los conflictos bélicos. Muy probablemente, echaría un vistazo y confirmaría su hipótesis al ver a un grupo de personas apiñadas en camas y colchonetas, refugiados bajo una cubierta de tela que los protegía del sol.

Posiblemente, el extranjero trataría de acercarse más, a fin de poder describir lo que realmente pasaba. También es seguro que al ver los médicos y enfermeras midiendo la tensión de los caídos, tendría una buena historia que contar a sus coterráneos cuando llegase a su país.

--Guauu, en Venezuela vi un refugio de guerra en plena avenida, frente a tiendas de ropa-- diría el pobre ingenuo, quizás en papiamento.

Lamentablemente, la situación era tan extraña y agobiante que nadie se atrevería a sacar del error al visitante. "Afortunadamente" para los residentes este país, Venezuela, aquellas personas acostadas en la calle, no eran heridos de reyerta alguna, ni tampoco refugiados de un desastre natural: Eran estudiantes que, silenciosamente y bajo una huelga de hambre, buscaban un objetivo.

Comenzaron desde el Oriente del país, específicamente en Anzoátegui, y al primer día de comenzada, se dieron cuenta que no estaban dentro de la agenda de los medios, es decir, las cámaras no hicieron cobertura del ayuno. Sólo fue el reportero del Sol de Maturín, pero ¡Bah, quién lee la prensa!

De allí, lo sesudos abogados Tamara Sujú, Alfredo Romero y Gonzalo Himiob decidieron apoyarla la moción y trasladarla a Caracas, pues desde la OEA y en cama, sería más fácil que los medios de comunicación- nacional e internacional- le dieran la verdadera importancia.

En menos de un día ya estaban apostados (acostados) dando declaraciones, y para el segundo aquello tenía otro color; el perímetro estaba cercado con cintas amarillas, los policías de de Baruta trancaron la calle Orinoco de las Mercedes, y los periodistas hacían gala de su mejores dotes, saltaban bardas, evadían las prohibiciones y preguntaban hasta recibir lo que necesitaban.

Tenían todo un aparataje técnico: cornetas amplificadas, un televisor para entretener a los chicos, recipiente para recaudar las donaciones, un stand para dar información acerca de los insumos que necesitaban los manifestantes y un equipo médico dispuesto las 24 horas del día para monitorear, cada 15 minutos, la salud de cada estudiante.

Pero, detrás de eso, había algo más. Había una propuesta, una buena idea, la chispa de originalidad que muchos estaban pidiendo, una actividad distinta a la maltrecha Mega marcha.
Esa, la escondida y la olvidada, es la que pretendo contar en este portal.

domingo, 27 de septiembre de 2009

Sobre los traumas de la infancia



El sueño frustrado de toda mi vida fue ser bailarina. Cuando pequeña, me ponía una falda azul y daba vueltas como trompo por toda la casa. Me paraba de cabeza, hacía coreografías con mi hermana y en cuanto baile, fiesta o evento escolar saliera, yo levantaba mi mano y era el primer chicharrón. El baile era para mi lo que una Barbie era para cualquier niña, una diversión y una cuota de felicidad.

A pesar de mis deseos, mi madre jamás me inscribió en ninguna academia, ni de ballet ni de música tradicional ni de nada. Su argumento siempre fue el miedo que le tenía a dejarme sola en cualquier parte o, en su defecto, dejarme a cargo de otra persona que no fuese ella. ¿Sobre protectora? Si, bastante.

Mientras ella se negaba, yo insistía en asirme de la falda y mis zapatillas improvisadas (unas muy parecidas a la que se ponen con los disfraces, pero con cintas y pinturas echas por mí) como un rescatado se aferra a los recuerdos. Era mi pelota Wilson.
Con ese deseo crecí, y apenas entré al bachillerato y había adquirido un poquito de libertad, me fui directo a la fundación Bigot para empezar clases de danza nacionalista.

Allí estuve felices 4 años haciendo bailes para la celebración del Día del Liceo. Un día la fundación cerró sus puertas y se mudó a la tan lejana – para mí- localidad de Catia. Desistí del baile, pero con la promesa debajo del brazo que si en algún momento yo tenía una niña, la enviaría directo a una academia, así ella decidiera salirse después.

Sueño frustrado por segunda vez

Hace 6 años llegó a mi vida una pequeña loquita. Nació de mi hermana y colgó en mi pecho la insignia de tía. Es una loquita irremediablemente parecida a mí, que con cada gesto u acción me hace viajar por la enrevesada y enmarañada autopista de los recuerdos.

Cuando se paró, por primera vez, en sus débiles piernas, lo primero que hizo fue bailar. Definitivo, es igual a mí.
Baila todo lo que le pongan, desde merengue hasta los jingles de las cuñas y desde los aplausos hasta los silbidos.
Siguiendo el guión de la historia, a la pequeña tampoco la han inscrito en nada, con la maravillosa diferencia que apenas tiene 6 años.
Ella sigue bailando, y yo me limito a auparla cuando termina su performance.

No se sí esto tenga relación con su persistente inclinación a las artes –pues aparte de bailar también pinta- pero recuerdo que su nombre, escogido por mí, fue el de una famosa artista estadounidense, música, poeta, dibujante y artista experimental de performance, en los que combina música minimalista, diapositivas y reflexiones irónicas sobre el lenguaje.

Yo sólo espero que la historia no haga su pirueta cíclica y que ella sí logre lo que su tía no pudo siquiera empezar.
Aunque eso no significó un dolor incurable para mí, capaz de hacerme perder la razón o arrojarme hacia la misantropía, siempre es bueno poder hacer todo lo que se ha querido.

viernes, 25 de septiembre de 2009

Cuando se amanece cursi y enamorada del país

Desde hace unos cuantos años, Venezuela parece ir montada en jet, viaja a mil revoluciones por segundo y no se detiene. Todos los días, el ciudadano se encuentra con una nueva información, con algún cuento, con una novedad. Hasta el más despistado o apático, ve de soslayo el titular de la prensa. El chiste: “De Venezuela se puede decir todo, menos que es un país aburrido”, nos describe perfectamente. Somos un país demasiado acontecido. En definitiva, tenemos miles de cosas que contar y son opacadas por tanta diatriba política. Somos un país que se levanta temprano, que cuela su café y sale a trabajar. Si se logra ver por la rendija, verás a una madre corriendo para llevar a sus hijos al colegio; un taxista limpiando el interior del vehículo para recibir a su primer pasajero; el estudiante sonriendo con sus amigos en el camino hacia la escuela; un comerciante subiendo la santamaría, y una abuela leyendo periódico desde su mecedora. Sin duda, somos un país digno de contar, que necesita gente que la comente bonito, desde el alma.
(continuará)

lunes, 21 de septiembre de 2009


Hoy es día de la paz, y más allá de las frases cursis y empalagosas que se estilan para estas fechas, prefiero mantener en mi mente lo ocurrido ayer en la tierra del guaguancó: Cuba.
Más explicaciones y comentarios de los que surgieron desde las redes sociales y medios de comunicación, lo que pueda decir aquí se pierda como una brizna de papel en el mar, pero sí me gustaría que el concierto de Paz sin frontera no quedara como sólo un espectáculo flanqueado por rumores y expectativas. Lo de ayer fue místico, épico, impensable y, aún así, fantástico: Lograr que miles y millones de personas limaran sus diferencias y paroxismos políticos, tan difíciles de derribar como las posturas religiosas.
Cientos de cuerpos expectantes, desde la famosa Plaza de la Revolución, con el sol tostándoles el rostro esperaban la presencia de artistas que jamás pensaron ver, lo que me dejó una frase celebérrima y que, aparentemente, ha perdido sentido: Jamás se debe dejar de soñar.
Muchas palabras pierden sentido de tanto usarlas, como un jabón pierde consistencia o como la memoria adquiere bemoles, pero el reto es ese, esforzarse por mantenerlas vivas y en forma; usarlas con conciencia y no por formar parte del esnobismo. Libertad es una de ellas. De tanto manosearla por unos y otros, y de tanto esgrimirla por fines varios (muchos de ellos inconexos con su significado) parece que se ha vuelto amorfa. No importaban el millón y tanto de personas bailando y cantando, lo que realmente valía, para muchos, era que algunos de los artistas dijeran la palabra Libertad, como si eso significara un punta pie en la moral de Fidel y sus seguidores.

Ayer, los frenéticos y maliciosos esperaban que resonara con fuerza la palabra libertad, incluso surgieron apuestas encontradas en torno a la posibilidad de que Juanes la pronunciara. Hubo más que esa palabra: hubo mensajes mucho más fuertes, más contundentes y sinceros, que juntos resumían la tan esperada palabra: “Por una sola familia Cubana”; “Cambiemos el odio por amor”, “La guerra es una mierda y el conflicto es una mierda”. ¿Realmente hacía falta la palabra Libertad? No lo creo.

Ayer reinó la paz y la libertad, y hasta el más escéptico y fanático no logró despagar sus ojos antes tamaña demostración de amor por un pueblo lacerado durante años. Porque es así, el amor no se demuestra repitiéndolo hasta el hartazgo, sino pasando por encima de los prejuicios y comentarios; arriesgando, por así describirlo, su estatus. La paz no se logra ubicándole un día en el año para celebrarlo y colocándolo en el almanaque, se logra llamando a los pueblos, a la gente; uniendo los intereses, los sueños, las alegrías y penas afines; hablando un mismo lenguaje y gozando sin remordimientos.

Ese pueblo gozó como quería, y si eso no es algo parecido a la libertad, entonces no sé qué es. Y con esto no pretendo esconder debajo de mi falda las profundas desigualdades y vicisitudes por las que han pasado los cubanos. No soy tan inocente e ingenua. Ya hoy, ese mismo pueblo volvió a sus carencias y necesidades, pero ayer se mutó, se transformó en prueba invaluable de esperanza, amor y paz. Prueba de que para cambiar al mundo lo que se necesita es ganas de hacerlo; cojones para lograrlo y oídos sordos ante los malos augurios.
Para mí, la paz va más allá del concepto que le otorga la Real Academia o lo que dicen los sesudos literatos y politólogos del mundo. Desde ayer, para mí la palabra paz se resume en una sola imagen: Una tarima repleta de voces distintas y rodeadas de miles de almas cumpliendo un sueño.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Sin tiempo


Sin tiempo para leer es algo que siempre me ha mortificado. Desde que comencé a sentir amor por los libros y las historias que me contaban, me afané por leer todo y cuanto me caía en las manos. Cada vez que tenía tiempo, me sentaba en el sofá de mi casa y leía hasta terminarlo o por lo menos dejarlo a la mitad.


Durante mi carrera, la carga académica comenzó a soplarme la palmera, me obligó a colgar lo libros como un púgil deja los guantes cuando la edad le toca la puerta, y pasaba meses tratando de terminar unas cuantas páginas. Para contrarrestar el golpe, leía apenas me montaba en la camioneta; desde las 4 estaciones que me acercaban a la escuela de comunicación; cuando el profesor no llegaba y mientras hacía la cola para el comedor.


Luego, en las vacaciones y a pesar de lo paradójico, entre la playa, las fiestas y la vagancia, leía bastante poco y justo antes de comenzar las clases hacía votos de castigo para reprocharme la pereza desbordada. Ya graduada, me dediqué a leer mientras esperaba la famosa llamada laboral; pasaba horas acostada en el mismo sofá, dejando los ojos página por página, analizando la estructura y la voz del narrador.


Era feliz cada vez que ponía un nuevo libro en mi biblioteca y compraba como loca un ejemplar por semana. Ya no tengo tiempo, siempre vivo corriendo y frente al volante es muy difícil prestarle atención a la lectura. Sin embargo, el amor sigue intacto, inmaculado y a la espera; no me termino los libros en dos semanas pero me mantengo en la lucha por tener mi cuenta cuentos en la mesita de noche y doblándome el lomo mientras ocupa la cartera. En la oficina me llaman Comelibros, porque cada vez que tengo la posibilidad me abstraigo del mundo y solo estamos el y yo.


Ahora que ya trabajo y mis responsabilidades han aumentado, siento un poco de nostalgia por esas horas que dedicaba en esa peculiar distracción que pocas personas entienden; ese placer insondable que encierra la lectura y que sólo conocen los que han sido atrapados por el mismo virus. Recuerdo un día que alguien me preguntó por qué me gustaba leer y no supe que responderle mas allá de un simplón “porque me gusta”; pero si de nuevo surgiera en mi camino esa interrogante respondería como Firmin (la ratica come libros que inventó Savage): el placer de la lectura y de los libros es muy parecido al que produce el olor a café recién hecho por la mañana.

viernes, 7 de agosto de 2009

Digamos que esa no soy yo


Si, digamos que se llama Victoria y su historia no tiene nada que ver conmigo. Digamos, también, que esto es una simple crónica basada en la historia de otra mortal que, repito, no soy estrictamente yo.

Así pues, Victoria había decidido que ese día sería un buen día, de esos que te invitan a disfrutar de un café a media tarde, en compañía de tus amigas de siempre. Salió muy temprano, montose su carro, mientras escuchaba cualquier canción fresa que abarrotan tu reproductor de música.

“ Cause you’re hot then you’re cold, you’re yes then you’re no”, cantaba la chica con voz en cuello, zigzagueando entre la Bandera y la entrada de la autopista Francisco Fajardo que, para variar, resultaba intransitable.

Había decidido, como parte de una filosofía de vida, no maquillarse mientras manejaba, pues había sido testigo de múltiples choques producidos por tan irresponsable estrategia ahorrativa de tiempo: manejar, hablar por teléfono mientras se pintan los labios, todo durante los minutos que dura el semáforo en rojo. De esa manera, Victoria había evitado toda clase de choques e incidentes automovilísticos, además de haberse ganado los elogios de varios hombres con respecto a su forma de manejar tan precavida.

Volviendo a la historia. Ella iba en su carro, tarareando la canción y esperaba paciente el cambio de la luz en el semáforo, cuando de golpe escucha un ruido y siente que el carro da un leve movimiento hacia adelante. Alza la vista (que tenía puesta sobre el ipod) y verifica que no hubiese sido ella, la que por despiste, tocara a otro carro por detrás.

Alza de nuevo la mirada, pero esta vez hacia el retrovisor y ve, con todo estupor, como un carro está incrustado en la parte de atrás del suyo. Muy justos, siameses. Durante 5 segundos, que simularon horas, no sabía qué hacer, cómo reaccionar: limitose a calzarse de nuevo el zapato, pues tenía la costumbre de manejar descalza; abrió la puerta, se acomodó la camisa y el cabello- que en medio de la rabia había perdido su forma- y se dirigió hasta el ciudadano en cuestión.

Las clases de oratoria y locución se fueron al mismísimo infierno; la elegancia y la clase saltaron por los aires como un chimpancé, y el barrio contenido bajo años de civilización se desbordó por los pliegues de sus labios, botando las entrañas y la bilis. No le importó nada, sólo quería escupir la cara de tan miserable truhán.

El tipo bajose pausado y circunspecto, como si nada hubiese ocurrido. Miró a la chica y le soltó un simplón: “¿Qué pasó?
Victoria, por su parte, hubo de respirar profundamente para no estamparle la cartera en la mera cabezota, y dirigiose hasta el tipejo: “¿Cómo qué qué pasó, Guevon”. Poco le importó a Victoria lo cacofónica de la frase, y la grosería que había pronunciado.

-- ¿Qué te pasa, acaso andabas aguevoniado?—le soltó de nuevo al tipo, mientras señalaba con fuerza el carro.

-- Señorita, respete por favor, es que..—respondió él, visiblemente confundido, pues no pensaba que tan elegante mujer, guardara en su lenguaje tan bestiales oraciones.

-- Respeto un coño. ¿O es que tu no viste que estaba en rojo el semáforo?—espetó ella, cuando en su alrededor los carros se detenían para ser testigos de lo ocurrido.

-- Si lo vi señorita, pero tampoco es para que me insulte.

-- Claro, que si lo insulto, porque si hubiese sido yo la que lo choca, estuviese diciendo: “Mujer tenía que ser, seguro iba maquillándose”. ¿Y usted que estaba haciendo, gueviando?”

El tipo, sólo se limitó a asentir con la cabeza, mientras balbuceaba frases de disculpa. “Señorita, no es así, disculpe, disculpe”.

Victoria, entre tanto, seguía profiriendo insultos, sin darse cuenta que permanecía sola en la calle, pelando con molinos de viento, pues el tipejo había reanudado su marcha entre la pena y la risa de los transeúntes.

Por fortuna, al carro no le había pasado nada, pero Victoria sentía una profunda ira, provocada por el machismo de una sociedad que se niega a entender que los hombres también tienen derecho a distraerse mientras manejan, que también se equivocan y que, más frecuente de lo que se piensa, chocan indiscriminadamente a otras personas, sin recibir siquiera una grosería bien dicha.

Esa misma mañana, Victoria se sentía complacida y feliz, en tanto había logrado defenderse sin sentir miedo ante la reacción del otro. Ahora piensa comprar un bate, para tenerlo dispuesto cuando la ocasión lo amerite.

martes, 14 de julio de 2009

"A lo mejor, pero seré un chiflado convencido de que tres es un numero perfecto. Tres es la armonía perfecta, Por los siglos de los siglos la pareja ha sido un equilibrio erróneo. Surgió para imitar torpemente la aparente dualidad del universo. ¡Aparente!¡ Día y noche, frío y calor, blanco y negro! Pero más rico que estos pares es cuando existe una situación intermedia entre los dos, cuando entre el frío y el calor hay también un clima templado, cuando entre blanco y negro hay gris, cuando entre día u noche hay crepúsculo. Entonces tenemos tres factores que juegan entre si, que producen mayores tensiones, que ofrecen mayores posibilidades de variedad".







Chocron, Isaac (1984) “ Teatro II”. Monte Ávila editores. Caracas, Venezuela

Golpe, contra golpe

Laura llega del colegio y le pregunta a su Mamá:

-- Mami ¿qué es un golpe de estado?

La mamá, bastante sorprendida, le responde:

-- Hija, un golpe de estado es algo muy complicado de explicar ¿Por qué quieres saber eso?
-- Bueno mami, porque hoy en clases la maestra nos contó unas historias sobre golpes de estado y no entendí mucho.

-- ¿Y que les contó?—pregunta la madre con cierta malicia

-- Que en Venezuela ha habido muchos golpes de estado, pero hubo dos golpes que destacan en la historia contemporánea; uno en el 92 y otro en el 2002. Y que hace poco le hicieron uno al presidente de Honduras.

La madre, con cara de indignación y molestia, le replica a Laura.

-- Pero, ¿qué le pasa a esa maestra? Aquí no hubo golpe de esta en el 92, lo que hubo fue una rebelión militar.
-- ¿Y eso no es lo mismo, mami?
-- Claro que no, Laura. Lo que hubo en el 2002 fue un golpe de estado, orquestado por la ultraderecha fascista de la oligarquía asquerosa de este país. Nada que ver con lo que pasó con la rebelión popular del insigne ejercito venezolano, que alzó la voz contra las medidas económicas impuestas por el corrupto que estaba como presidente en esa época.

-- Ya va mami, no entiendo nada. Según mi maestra, en el golpe de Honduras unos militares sacaron al presidente de su casa presidencial a través de las armas. La palabra que ella me dijo, creo, fue que se sublevaron. Y también me dijo que en el golpe del 92, unos militares armados, intentaron sacar al presidente de su casa. En ambos golpes, los presidentes fueron electos por el voto popular. Y, entonces ¿no es el mismo golpe?

-- No, niña. En el golpe del 92 los militares salieron a proteger al pueblo, buscando mejores condiciones económicas que ayudaran a la gente pobre. Lo que ellos hicieron fue por amor, y no por seguir los deseos imperialitas ordenados por la CIA. En cambio, en el golpe del 2002 los militares traidores querían deponer a un presidente electo por la mayoría popular.

-- Mami, yo no se que es la tal CIA y no quiero que te molestes conmigo, sólo quiero entender algo para mi examen. ¿Acaso el presidente Carlos Andrés Pérez no fue electo por venezolanos?

-- Si, pero…-- trata de explicar mientras Laura no pare se hablar.

-- Y en el golpe del 92 no salieron unos militares a traicionar al presidente de turno, sacando las armas a la calle…

-- Si hija, pero no es como tu…

-- Y en el 92 no murieron personas inocentes al igual que en el golpe del 2002

-- Claro, hija, ya va…

-- ¿Y en el golpe del 92 las intenciones eran sacar al presidente de la republica igual que en el golpe del 2002?

-- Es así, muchachita, pero déjame hablar

-- Entonces, mami, ¿acaso el golpe del 92, la del 2002, y la de Honduras no son el mismo golpe pero en distintas circunstancias?

-- Bueno, Laura, que broma es… Ve para tu casa y ponte a estudiar, ya no quiero estar hablando de esas cosas.

Laura, se fue a su cuarto, mientras su Madre, disgustada, tiraba la puerta de su cuarto.

lunes, 15 de junio de 2009

De locura y brillantez

Estaban sentados allí, en el desván propiedad de los personajes más góticos de la cultura norteamericana: Marilyn Manson. El lugar era la réplica exacta de los que la gente espera encontrar en la casa del cantante rock (cuyo nombre hace honor al fundador y líder de "La Familia", grupo que perpetró varios asesinatos), un esqueleto con el cráneo remplazado por el de un carnero, un mazo de cartas del tarot con imágenes de locos decapitados; las paredes rojas y, según especifica el autor, el cuerpo de un niño chino de 7 años envuelto en una bolsa plástica. Pero, apartando los estereotipos y los juicios de valores, Brian Hugh Warner ataviado de pantalones de cuero negro y el cabello hasta la espalda, sin maquillaje, podría ser uno de los personajes más fascinantes de la cultura anglosajona.
“Las amenazas de muerte hacen que la vida valga la pena, hacen que todo sea excitante. Son el alivio supremo contra el aburrimiento (…) Se que para transmitir lo que quiero transmitir voy a tener que llevar las cosas hasta un extremo tal que me situaré en lo más bajo y me convertiré en la persona más despreciada del mundo. Voy a representar todo eso a lo que os oponéis y vosotros no podréis decir nada para hacerme daño ni para hacer sentirme peor (…) Soy lo peor que puede haber, así que nadie puede decir que yo haya hecho nada que me ha hecho quedar mal, porque yo digo de entrada que soy lo peor (…) Si no os gusta mi aspecto, si no os gusta lo que tengo que decir, todo eso es parte de lo que estoy buscando. M estáis dando justo lo que pido”.
¿Acaso no es lo más perfecto que unos labios pintados de negro y un cuerpo delgado y amorfo pudieron decir nunca jamás? Quise colocar el párrafo completo porque cambió mi concepción de este hombre en apariencia despreciable, pero cuyo pensamiento me dejó sin palabras.

Esta es una de las historias que compila Chuck Palahniuk en su libro Error Humano, que no es otra cosa que una serie de crónicas sobre la tan hablada locura americana.
Para más señas, este periodista norteamericano (también creador de la novela llevada al cine El club de la pelea) nos echa el cuento, desde su experiencia como loco y adicto a las pornos, de los pasatiempos más extraños y disociados que caracteriza a la cultura “gringa”, como el Festival del Testículo, donde hombres y mujeres exponen sus cuerpos desnudos alrededor de unas bolas y cuernos de toro. No hay premios, no hay justificación; sólo hay sexo en la calle, sexo en pareja, sexo en comuna…
Así comienza, para que se hagan una idea de lo que ocurre una vez al año a veinticinco kilómetros al sur de Missoula, Montana, por si quieren echarse una paseadita por allá: “Una atractiva rubia se echa el sombrero de cowboy hacia atrás sobre la cabeza. Es para poder meterse en la boca toda la polla de un cowboy sin clavarle en el vientre el ala del sombrero. Esto tiene luchar sobre la tarima de un bar abarrotado. Ambos están desnudos y embadurnados de pudín de chocolate y nata”.
Una vez que tragas fuerte, pues el texto es bastante descriptivo con respecto a las posiciones y actitudes eróticas de los presentes en el festival, Chuck cuenta lo daños terribles que pueden causar el hastío, el aburrimiento y la falta de problemas económicos que le dan algo de sentido a la vida (vaya un saludo a la madre de todos estos cabezas vacías). La crónica se refiere a los esfuerzos inusitados que hacen una serie de hombres por entrar al equipo olímpico americano de lucha y el empeño desmedido por destrozarse las orejas. Si, las orejas, pues para estos fortachones tener las orejas como carne molida es un emblema de honor, trabajo y esfuerzo.


“Para la mayoría de los luchadores, las orejas deformada son como tatuajes”, dice uno de los entrevistados de Palahniuk, luego de agregar que esta deformación es producto de tanto “manoseo”, golpes y traumatismo; la oreja se llena de sangre hasta vaciarse completamente. El resto de la crónica discurre entre anécdotas sangrientas de los luchadores y la poca (o nada) retribución económica que reciben los jugadores frente a una competición que amenaza con acabarse.
Hay en el libro otras historias relevantes, pero que realmente no me dejaron gran sorpresa, ha de ser que imaginaba a los norteamericanos más enfermos y desquiciados de lo que contaron aquí. Están los hacedores de castillos, por allí en Seattle o en el pueblo que llaman “obrero”, donde un grupo de familias compiten por construir los castillos más rimbombantes, con dragones incluidos. También está un cuento bastante peculiar sobre una reunión de escritores frente a productores Hollywoodenses, con cientos de guiones en las manos y, cuyos escribanos, sólo cuentan con siete minutos para vender su historia. No importa lo bueno que sea el guión o lo taquillera que podría llegar a ser, si no la expones en siete minutos exactos, uno de los productores te dice: “Lo siento, se han acabado sus sietes minutos”. Al cabo de ese tiempo, los sueños de ser famosos y convertirse en luminaria del cine, se quedan en las manos de algún productor, o terminaron en una carpeta, debajo del brazo, camino al fracaso.
El libro es excelente, la verdad, la narrativa de Palahniuk es impecable y presenta una forma de ver el comportamiento de un país que da mucho de que hablar, tanto por sus bondades (que sin duda las tiene) como por la barbarie y desenfreno que afloran con cada una de sus acciones. Ya sabía que Estados Unidos es más que hamburguesas, guerras, racismo, fraternidades y películas pornográficas, también cuenta con cantantes de Rock que prefirieren volverse una aberración humana para soportar las críticas de la gente y prolíficos escritores puesto a la orden de Hollywood. Son algo más que un error humano.

El sobre marrón


La atajo con fuerza por los hombros para detener su huida. La agarró por el cabello, lo pasó por el cuello hasta terminar el estrangulamiento.
El cuerpo de Ana fue encontrado sin vida a las 6 de la mañana, dos días después de ser ahorcada. Lo extraño de la escena, según el reporte policial, era la larga cabellera que rodeaba su cuello, lo que parecía ser el arma homicida.
El asesino había huido, pero, antes de salir, dejó sobre el vientre de Ana un sobre marrón cubierto por hebras de cabello simulando un lazo.
Los vecinos atestiguaron no haber escuchado nada inusual, sólo les llamó la atención que ella hubiese faltado dos veces a la acostumbrada hora del bingo por la noche.

Una infancia pueblerina

Las historias en los pueblos, por lo general, son iguales: las mujeres se encargan de criar, mientras los hombres salen a buscar trabajo y comida. Los hijos, a su vez, repiten el mismo patrón bordado por sus progenitores y terminan casándose a muy temprana edad.
Bajo este designio creció Ana, sobre las cuatro cuadras y 15 casa que formaban el pueblo de San Joaquín, nombre que hacía alusión al padre de la Santísima Virgen María. Dado al nombre del pueblo, sus habitantes eran sumamente católicos y arraigados a las tradiciones decimonónicas. No tomaban café después de las tres de la tarde; rezaban el rosario antes de acostarse y levantarse; jamás colocaban la cartera sobre la mesa y; sobretodo, el cabello de las mujeres debía estar largo, como el velo que adorna a la virgen.
Esta última era la más sagrada de las tradiciones: las mujeres que no tuviesen el cabello hasta el dobles de las piernas eran consideradas indignas y, por consiguiente, estaban destinadas a vivir solteras de por vida.
Ana, al igual que las demás niñas, cuidaba su larga cabellera; lo peinaba con cuidado y cortaba las puntas cada vez que la luna estaba llena. Pero, ella odiaba todos los comportamientos vetustos que seguían todas sus compañeras; detestaba andar con el cabello tan largo en un pueblo donde los rayos del sol sonrojaban la cara y tostaban la piel. Sobretodo, odiaba profundamente a su madre, quien la obligaba y repetía hasta el hartazgo que las tradiciones y la honra eran los valores más arraigados del ser humano. Ella sólo quería que la dejaran es paz, huir de esa miseria y dejarse el cabello tan corto que pudiese parecer un hombre, no porque tuviese inclinaciones sexuales distintas, no, lo que quería era liberarse de la espesa hondura de centenares de hebras que ella esmeraba en enroscar como una cuerda sobre su cabeza.


Espero que me perdones…

Sabes que siempre te odie, y cómo no hacerlo, si siempre me obligabas a usar y hacer cosas que no me gustaban. Yo te lo decía: “Mamá no me gusta ir a la iglesia”, pero tú no me escuchabas. Estabas empeñada en que siguiera las mismas costumbres que aplicaron mis abuelos en ti. A veces pienso que te estabas vengando de la vida a través de mí, que yo sufriera lo mismo que padeciste en tu infancia. Empezaste tu venganza colocándome tu mismo nombre, Ana, la madre de María ¿Con qué intención? ¿Querías una hija a tu imagen y semejando tratando de imitar a Dios al momento de la creación?
No te imaginas lo que te odiaba cuando era pequeña, cuando me obligabas a peinar este cabello asqueroso, interminable, inagotable. Luego, como un juego macabro, hacías que peinara el tuyo, áspero, blanco, lleno de polvo y de piojos.
Me daba nauseas cuando antes de dormir me hacías escribir las fatuas cartas que le mandabas a nuestra familia de la capital, dándote bomba con ellos y mintiendo sobre nuestra vida, nuestra feliz vida. Me la hacías repetir una y otra vez, hasta que el adorno en forma de caracol quedase reflejado en la M, R, J y D, tus ridículas M, R, J y D, y luego la guardabas en esos sobres marrones, marrón tierra, marrón mierda, que tanto te gustaba.
Por eso no lo dudé un segundo, sabía que la única forma de terminar con esta vida mediocre era acabando con la tuya. Esa mañana, mientras te peinaba, sentí como la ira me recorría todo el cuerpo, me cegaba. Puse mis manos sobre tu cuello recogiendo el cabello que caía en jirones contra el suelo; lo tensé y enrosqué hasta darle forma de cuerda. Apreté y apreté, hasta que tu cuerpo dejó de moverse.
Me senté y escribí una carta, esta carta que dejé en tu querido sobre marrón y que, quizás, un policía esté leyendo en este momento.

viernes, 29 de mayo de 2009

El metro y sus cuentos


He sido victima de las críticas durante todos estos meses que vengo trabajando. A la gente- sobretodo a mi madre y novio- le cuesta entender como es posible que teniendo carro yo prefiera trasladarme por la ciudad en lo que muchos llaman “El mierdero de Caracas”, o mejor conocido como “Metro de Caracas”.
Y de cierto modo comprendo su desconcierto, porque de pana, por más que duela admitirlo, el metro es una gráfica representativa de la jungla urbana, en donde se expone a flor de piel los comportamientos más salvajes, hostiles e inhumanos jamás pensados.

Yo, tratando de hacer un ejercicio catártico y de respiración Zeng, explico que el sumergirme en las trepidantes vías subterráneas me conecta con mi ciudad, con mi gente, me abre la imaginación, me sorprende, me arrecha, me da ganas de matar a alguien, de suicidarme, gritar, berrear, empujar, patear..,todo junto, todos estos sentimientos mezclados, en tan sólo unos minutos que dura el viaje del Valle a Chacaito.

El metro me mantiene conectada como mi alrededor y, sobretodo, me evita pasar 4 horas de mi vida enquistada en una asiento, escuchando la misma música del iporr y calándome el ruido del retrovisor cada vez que un motorizado lo golpea con su codo.
No sólo eso, el subte bolivariano me pone en forma, gracias a que las escaleras, en su gran mayoría, están dañadas. Es, sin duda, un estuche de monerías. Pero, por sobre todas las cosas, el metro me divierte, me da material para escribir mis “huachaferias” sobre lo caricaturesca que puede resultar mi hermosa ciudad.

Una mañana, de esas que vas tarde a tu trabajo y te antojas de ponerte unos tacones inmamables, estaba de muy mal humar, la verdad, el calor se había convertido en un dragón que insuflaba, en mi cara, intermitentes llamaradas de fuego y todavía estaba varada en la estación de Plaza Venezuela; esperando en la interminable cola escuché algo que me sacó de mi dislocado mundo:

-- ¿Supiste que el miércoles se lanzó un perro al metro? -- Susurró una chica que estaba justo delante de mí.
-- ¿Qué, hasta los perros se están suicidando en este país?— respondió otra muchacha con tono de burla.
-- Pues si, iba en el bolso de la dueña, y cuando vio que se aproximaba el vagón, puff, se lanzó…

Aquello me sacó de mi abulia mañanera: ¿Un perro que se suicida en el metro? ¿A quién se le ocurre meter un perro en el metro? Pobre perro, así lo tendría de loco su dueña, que prefirió que un tren lo volviera masa de pelo con sangre. ¿Será que mi perra siente, a ratos, ganas de matarse? ¿Será que deben crear una nueva carrera llamada “Psicología Animal, mención Perros? ¿Será que esto pasa en cualquier parte del mundo o sólo en Venezuela? Ya va, ¿Y yo no tenía que montarme en este vagón?

Lo cierto del cuento, aunque parezca sacado de la mente Matt Groening, es que el perro, por curiosidad, sacó la cabecita del bolso de la dueña y sin querer se arrojó a los rieles del tren. La dueña, por estar de inventora, le tocó regresar a su casa sin perro y con una multa por introducir un animal dentro de la estación, así como por generar retrasos innecesarios.
Ahora, ven por qué yo sigo empecinada en usar el metro.

Continuará…

martes, 26 de mayo de 2009

Medias tintas


Ataviada con tacones de punta y un vestido que caía ligero sobre sus muslos, caminaba por Sabana Grande moviendo su cabello al viento capitalino. Tenía un tumbao, unos meneos de cadera que simulaban a una bailarina de salsa cubana. Piernas, brazos, todos juntos al compás de una melodía que sólo sonaba en su cabeza.
Siempre había soñado con ser bailarina, pero no de esas que se ponían tutú y hacían un glisser o un elancé, sino de las que se contoneaban con fuerza, llenos de movimientos rápidos y sexuales.

Practicaba sus lecciones todas las mañanas en un viejo gimnasio, rodeado de espejos que le mostraban diferentes ángulos de su cuerpo; y por la noche, repetía a la perfección cada paso, cada movimiento en una night club.

Aunque de pequeña la bautizaron como Carmen, había cambiado su nombre por uno más artístico, haciéndose llamar Penélope, la diosa de las curvas.
Penélope, de un rojo intenso, encendía y apagaba en la entrada del local. Ella era la sensación, algo más que la estrella de la noche, era, sin duda, la más solicitada.


Esa mañana había decido cortarse el cabello. Salió temprano, dio un beso a su mujer en la mejilla y le dejó una nota: “Ahora me toca a mi reina. Hoy llego tarde del trabajo. Te amo”. Montó su vehículo y fue a la peluquería de costumbre. Al llegar, saludó a Isadora, un travesti que, como muchos otros, había decido escoger la peluquería como profesión.
Lo saludaba con distancia, aludiendo que un banquero no podía mantener conversaciones con una mariquita.
A Isadora parecía no importarle, y lo agarraba tratando de abrirle un botón de la camisa haciendo jueguitos con los dedos en su pecho peludo. Le decía, de cariño, el Osito Serio.
Salió tan rápido como pudo de la peluquería, dejando una nota en el pecho de Isadora; se puso una chaqueta con gorro, cubriéndose la cabeza, como queriendo pasar inadvertido entre la gente.
Llegó casi corriendo, mientras aferraba la cara entre el gorro, juntando ambos puños y dejando ver solo sus ojos. Entró y comenzó a recorrer todos los pasillos, uno por uno, ya sin prisa, viendo cada objeto con suma delicadeza, detallando las figuras fálicas, los látigos en combo con las esposas.
Salió, se cubrió la cabeza y se introdujo en su carro, feliz por las nuevas adquisiciones eróticas y por la gran noche que le esperaba.


Había nacido como Carlos, pero a los 13 años, en homenaje a la bailarina estadounidense, lo cambió por Isadora y se dejó invadir por las lentejuelas del mundo gay. Bailaba mejor que cualquier mujer, y su cuerpo había adquirido, en algunas zonas, formas femeninas, llegando a confundir a más de uno.
Esa mañana, cuando lo vio entrar, siempre serio y gélido de trato, sintió unas inmensas ganas de desistir, de no aguantar un solo maltrato más. No es fácil recibir oprobios del hombre que más has amado en tu vida y tener que soportarlo callado.
Aferrado de su camisa y apunto de escupir sus sentimientos en la cara del victimario, sintió la mano de éste dejándole una nota dentro del sostén.
Corrió al baño, y cuando hubo terminado de leerlo, una lágrima bajaba por la comisura de sus labios, decorando la línea que formaba una sonrisa.
“Te espero en el night club de la castellana. No llegues tarde, esta noche será inolvidable”, se corrían a los largo del papel.

….
Se levantó con la pesadez de siempre. Preparó café y leyó la nota de su esposo. “Ahora me toca a mí”. Sintió una bofetada, de esas que te dejan en el sitio, que te toman por sorpresa. “¿Es una venganza?”, se preguntó. Una espacie de culpa le recorría el cuerpo, y un leve temblor en el estomago le hizo recordar los años de mentira.
Sin duda lo amaba, pero, por alguna extraña razón, el tongonear su cuerpo ante los ojos morbosos de otros hombres le producía un éxtasis extraño, insondable. Lo había intentado dejar varias veces, especialmente, cuando lo conoció pero reincidía una y otra vez, y con el tiempo se hizo experta en la mentira. Maestra del baile y del engaño.
De día era Carmen: la esposa, la mujer del banquero, la perfecta; de noche, sus piernas cubiertas por medias negras la convertían en Penélope: la diosa de las curvas, la infiel, la zorra.

...
Había sillas por doquier, una tarima adornaba el centro del lugar y unas barras la atravesaban, uniendo en techo con el suelo. Luces , hombres borrachos depositaban sus quincenas en la ropa interior de las bailarinas.
En otro bar, de cualquier parte de la ciudad, en la barra, las travestis se sentaban en las piernas de los clientes, mientras los besaban.
En una esquina, cobijados en la oscuridad, el esposo, el banquero, osito serio se dejaba seducir por Carlos, el peluquero, la mariquita, Isadora sin complejos, sin miedos, invadidos…
Al frente, en la tarima, los magnates, fetichistas, bisexuales y demás poderosos políticos, esperaban a la diosa de las curvas y vitoreaban, al unísono, Penélope, Penélope. Adentro, en el camerino, Carmen, la esposa, la zorra, Penélope, esperaba el turno para su entrada triunfal.

viernes, 15 de mayo de 2009

La estrella de mar


María Victoria jamás pensó que ese día sería su final. Realmente, conocía poco de la vida y sobre la concepción de la muerte, pero igual, esa mañana todo había acabado. Aunque se desconozca los poderes inconmensurables de la muerte, ella siempre sabe como hacer su entrada triunfal.

El sol pegaba de frente, y sus ojos se achicaban tratando de adaptarse a la luz refulgente. El calor emanaba de todas partes, de la arena, de la brisa, del propio mar.
Caminaba con cautela, tratando de no tropezarse con un piedra y evitar caer de bruces contra el suelo caliente.

Su madre, Carlota, leía placida sobre una tumbona, tapando su cara con una revista de modas.
María Victoria trataba de llamar su atención, hacía ruidos extraños como intentando imitar una hiena. El sonido era agudo, molesto, pero su madre parecía estar absorta en un tema más trascendental: lo último de la moda en París.
La niña, sin embargo, no podía divisar bien a su madre, y prefería pensar que ésta le prestaba la mayor de las atenciones.
Ella, desde la orilla, jugaba con la arena, haciendo pequeños castillos derrumbados por la fuerza de las olas.

Llevaba un sombrero enorme, mucho más grande que su cabeza, y sobre su cara, unos lentes redondos como balones ridiculizaban sus facciones infantiles. Si, ciertamente, era extraña, más de lo que a ella, su madre, le hubiese gustado.

De lejos, María Victoria parecía una señora enana que, por cosas del desarrollo, no había podido estirar sus músculos de la manera correcta, dejando partes más largas que otras. Amorfas, asimétricas. Las gafas, a pesar de ser enormes y con aumento, no le permitían distinguir las cosas en su justa dimensión, lo que para ella era una gran ventaja, pues le permitía darle el color y la forma que más le apetecía.

Una hormiga, para ella, no era sólo un insecto himenóptero, era más un hombre en miniatura que llevaba a cuentas un morral cargado de ilusiones y que debía bagar por el mundo para conseguir un mendrugo de pan.
Una piedra, por muy insignificante y sin forma que fuese, para ella era una parte del mundo que
se había caído al vacío y, de tanto rodar, había limado sus partes hasta convertirse en eso…en piedra.

Mientras María Victoria saludaba a su madre y ésta la miraba de soslayo, el agua acariciaba sus pies, y las gotas salpicaban su gracioso rostro de cómics hecha por principiantes.
De repente, sintió algo debajo de sus pies, algo que le hacía cosquillas con sus puntas. Era una estrella de mar, de un color naranja intenso, de cuerpo aplanado y con cinco largos brazos.

María Victoria estaba feliz, el mar le había regalado una estrella caída del mismísimo cielo. Era un regalo celestial, un pago merecido de Dios por lo injusto que había sido con ella.
La tomó entre sus manos, pero la aspereza de la estrella chocó con su piel y la forma irregular de sus dedos la obligó a dejarla caer. “No, no te voy a dejar ir-se repitió con ira, mientras corría tras la escurridiza estrella de mar. “Eres mía, yo te encontré y no es justo que te pierda a ti también- decía llorosa adentrándose en el mar.

La estrella se hundía, se revolcaba y flotaba, dejándose ver entre los pliegues de las olas. María Victoria corría, caía estrepitosa, revolcada por el mar, alargando sus dedos y rozándolos con las puntas de la estrella.
Al fin, cuado hubo agarrado la estrella, una ola, mucho más fuerte, la atajó violentamente y su cara, más graciosa que nunca y esbozando una sonrisa, se perdía en la bruma del mar.
Una ola había volado su sombrero y los anteojos, partidos en dos, estaban clavados en la arena.

viernes, 8 de mayo de 2009

La niña mala

No me pasó lo mismo con un libro que leí, de su autoría, hace una par de años. Aquel libro no era malo, por Dios, imposible que un libro de Mario Vargas Llosa pueda ser insuficiente o dejara aristas imperdonables, pero Conversación en la Catedral no me dejó ese dulce sabor que me mantiene en duermevela durante la noche. Desde esa experiencia, nada grata, había decidido no leer más nada que tuviese el sello Llosa, emulando a muchos conocidos que han desistido de Saramago por su libro "Ensayo sobre la ceguera"(uno de mis libros favoritos) por considerarla excesivamente pesada.

Si iba a la librería, me escabullía como una niña jugando a las escondidas, mientras la “Fiesta de Chivo” se pavoneaba por lo celebérrimo que era. Yo, sin embargo, le sacaba la lengua y le recordaba, cual loca, lo mal que me había dejado su autor en el libro anterior. Pero, como todas esas cosas maravillosas que te pone la vida en el camino y con una bofetada te saca de la estupidez, en una feria del libro decidí no poner más resistencia y aceptarlo de nuevo en mi biblioteca.

Estaba allí, escondido entre una pila de libros de Crepúsculo, y la gente lo bamboleaba de un lado a otro, como si fuese invisible. La imagen en la portada no era nada alentadora, pues solo mostraba una mano escribiendo algo (ilegible, por supuesto) en una hoja blanca. Se veía un brazo, que a todas señas pertenecía a un hombre, y esperaba en uno de esos snack-bar que abundan en Francia. Nada que llamara notablemente la atención. Pero, el título si me decía algo: Travesuras de la niña mala. ¿Será que me sentí identificada con el título? De niña fui muy tremenda y pensé que los tiros del libro iban por ahí. Craso error, porque la niña mala resultó siendo una perra desgraciada que, hoy por hoy, se ha ganado mi odio más visceral.

De verdad, Llosa se redimió. Lo perdono, porque este libro me dejo atrapada con la triste historia de Ricardo Somocurcio y la chilenita (zorra esa) que lo dejó plantado todas las veces que quiso.
Pocas veces yo me entrego, de esta forma risible, a una historia. No me pasó ni con Marimar ni con la serie de Maria’s que hizo Thalia, pero Travesuras de la niña mala me ha dejado la boca abierta, sin palabras o, más bien, con muchas palabras, porque me provoca gritarle a la CHILENITA, GUERRILLERA, AMANTE DE FUKUDA lo miserable que fue con el pichiruchi de Ricardo y todas las huachaferias que él le decía.

La historia, para que entiendan, va más o menos así:
Comienza en el populoso barrio de Miraflores de la comunidad limeña, Perú, cuando Ricardo, Ricardito, conoce a una chilenita muy hermosa. Desde que la vio enmudeció y eso marcó su vida para siempre (frase de Delia Fiallo). El hecho es que la tal chilenita no era tal, sólo era una peruana muy pobre que sentía pena de su procedencia y había decidido hacerse de ese país austral.

Ella, después de un hecho vergonzoso, producto del descubrimiento de su falsa nacionalidad, decidió alejarse del barrio y Ricardito no volvió a verla.
Pasado los años el vuelve a encontrarla, pero el contexto había cambiado, ya no estaban en un barrio suramericano y las torres Eiffel decoraban cada escena. Ella ya no era chilenita, ahora era peruana pero militante en un grupo guerrillero que respaldaba la acción de Fidel Castro frente al cuartel Moncada.

Por obra y gracia del destino, la chilena guerrillera se encuentra con Ricardo quién, además, estaba viviendo en Paris y trabajaba como traductor. Es esta coincidencia, que se repite con mucha frecuencia en el libro, lo que me hizo ruido, pues ambos se encuentran en los sitios más recónditos y gracias a personajes de lo más insólitos. Bueno, eso es lo único que me debe Vargas Llosa ahora.

En fin, la historia se mantiene invariable: ella sigue de zorra embaucando al pobre niño bueno y se convierten en amantes hasta que ella parte a Cuba y se casa con un francés. El pobre imbécil de Ricardo sigue enamorado de ella hasta los huesos y decide esperarla aun sabiendo que ella se ha ido con otro hombre por puro interés económico.

Transcurren los años y la vida de él no experimenta un cambio significativo; sigue trabajando de traductor, alternándolo con clases de ruso. La casualidad vuelve a mover los hilos y, de nuevo, se encuentran en Paris. La besa, la ama, le dice cursilerías que a ella le causan risa y, como para variar, lo vuelve a dejar por otro hombre, abandonando a su esposo y robándole hasta el último centavo. Zorra hasta la médula.
10 años después, o un poco más, ella regresa siendo esposa de un empresario del mundo equino. De nuevo, los besos, los cachos al nuevo esposo y Ricardo enamorado de ella.
Para redondear la historia- porque esta escena de encuentro y desencuentros se repiten durante 40 años- Ricardo se casa con la chilena, luego de haberle pagado una cirugía vaginal (saquen la cuenta, la usó hasta la saciedad) producto de un romance con un mafioso japonés que la sometió a todos los vejámenes posibles (ojo, con el beneplácito de ella que lo permitió feliz a cambio de una vida pudiente).
El hecho es que Ricardo- el hombre más bueno y estúpido de la historia- le reconstruye la flor deshojada; le da amor y cuidados y ella- ataca otra vez la piraña- lo deja por un anciano acaudalado.

Cornudo por naturaleza y amante, in saecula saeculorum, la espera hasta el final, literalmente, porque la mujer regresa con él enferma de cáncer en la vagina y apunto de que se la llevaran los demonios. Era el final que yo esperaba, sin duda, porque sólo una enfermedad como esa podría saciar mi odio hacia ella, hacia Otilia. Obviamente, ella muere y el se queda sólo como un perro enfermo.
Lo cierto de toda esta parrafada es que el libro es excelente, lleno de historia y de puro amor y se ha ganado mi venia, hacia Llosa, por siempre. Ya no más escabullidas insidiosas en las librerías, lo juro.
Gracias, niño malo, por esta travesura.

miércoles, 29 de abril de 2009

Me da una brutita, por favor. (Parte 1)

Estaban sentados allí, parloteando como buenos amigos y viendo a cuanta mujer pasaba frente a ellos. El primero, Antonio, era flaco y petiso, su cabello al vuelo era sinónimo de que por allí no pasaba un peine desde hace tiempo. El otro, Javier, era muy similar a su amigo en complexión, pero tenía unos anteojos que le daban un aire a cantante de rock de los años 60.
Conversaban de todo, pero el tema central de su parrafada tenía cuerpo de guitarra y cabello alisado.

--Está demasiado buena-- dijo Antonio, mientras los ojos le bailaban al son de un par de redondeces que entraban en el vagón

-- Si guevón, riquiquito-- respondió Javier acomodándose en su asiento y ajustándose los lentes.

Adentro, en el vagón, todo era un infierno. La falla del aire acondicionado acaloraba los cuerpos y empañaba los vidrios, dando chance a que unos niños hicieran figuritas con el vapor concentrado en los ventanales.

Ellos parecían inmutados, no sudaban, no se esparcían aire en la cara con los libros que llevaban en las manos. Parecían estar en otro mundo, en otra realidad mucho más placentera.

El vagón volvió a detenerse y unas cuantas personas se desplazaron bruscamente por el largo pasillo, patinando estrepitosos. Las puertas se abrieron y la oleada de gente inundó el poco espacio que aún quedaba solitario. Y ellos, los amigos, ni pendiente.

De repente, Javier alzó la cara que tenía, desde un buen rato, fijada en el borde sucio de sus uñas, y su mirada se ancló en el rostro de una pasajera.

--Mira esa vaina-- dijo en susurro Javier
-- ¿Qué?-- preguntó Antonio mientras sobaba el brazo pellizcado.
-- Esa caraja, que bella es-- musitó efusivo el flaco Antonio

Ella era hermosa, llevaba el cabello suelto a lo Janis Joplin y permanecía asida a las barras metálicas que atravesaban el interior del vagón. En el otro brazo sujetaba 3 libros. En uno de ellos, se podía divisar un título que, por demás, hizo que Javier enarcara la ceja derecha y su cara se arrugara hasta conformar un mohín.

Algo parecía haber cambiado la atracción de los chicos por aquella mujer. Algo había convertido su impactante belleza en la más monstruosa estampa, en algo que no merecía la pena. Antonio masculló una pregunta a su amigo y el otro le respondió con acritud, arrugando la cara y negando con la cabeza.

El tren se detuvo de nuevo y sus puertas volvieron a distanciarse. El influjo midió sus fuerzas y la gente se apiñaba para formar un muro de contención. El otro lote salió y la chica hermosa se fue con él.
Otra vez comenzaron los pellizcos y las miradas cómplices de los chicos pero, esta vez, la culpable era menos bella y su cabello estaba delicadamente recogido con una pinza rosada. Iba maquillada, como si fuese a una fiesta en la quinta la Esmeralda, ataviada con una pashmina rosada que le cubría los hombros bronceados. Su cuerpo estaba esculpido, bien formado y entrenado, con sus nalgas paraditas envueltas en jeans.

-- No valeeee, chamoooo, esto es demasiado—dijo embobado Antonio, mientras Javier asentía con la cabeza, ajustando de nuevo, los anteojos a su huesuda cara.

Esta vez nada les molestó, todo estaba perfecto. Era bella y no tenía ese terrible defecto que tanto les irritó de la chica anterior. Antonio apuntó con su dedo índice, trazando una dirección que Javier siguió con total sumisión. Ella no tenía libros y su cara denotaba que, quizás, no había leído uno en años. La chica seguía allí, parada y con los brazos abrazando un cúmulo de revistas de farándula española, mientras miraba fijamente a los dos chicos. El tren se detuvo y los tres bajaron juntos.