viernes, 7 de agosto de 2009

Digamos que esa no soy yo


Si, digamos que se llama Victoria y su historia no tiene nada que ver conmigo. Digamos, también, que esto es una simple crónica basada en la historia de otra mortal que, repito, no soy estrictamente yo.

Así pues, Victoria había decidido que ese día sería un buen día, de esos que te invitan a disfrutar de un café a media tarde, en compañía de tus amigas de siempre. Salió muy temprano, montose su carro, mientras escuchaba cualquier canción fresa que abarrotan tu reproductor de música.

“ Cause you’re hot then you’re cold, you’re yes then you’re no”, cantaba la chica con voz en cuello, zigzagueando entre la Bandera y la entrada de la autopista Francisco Fajardo que, para variar, resultaba intransitable.

Había decidido, como parte de una filosofía de vida, no maquillarse mientras manejaba, pues había sido testigo de múltiples choques producidos por tan irresponsable estrategia ahorrativa de tiempo: manejar, hablar por teléfono mientras se pintan los labios, todo durante los minutos que dura el semáforo en rojo. De esa manera, Victoria había evitado toda clase de choques e incidentes automovilísticos, además de haberse ganado los elogios de varios hombres con respecto a su forma de manejar tan precavida.

Volviendo a la historia. Ella iba en su carro, tarareando la canción y esperaba paciente el cambio de la luz en el semáforo, cuando de golpe escucha un ruido y siente que el carro da un leve movimiento hacia adelante. Alza la vista (que tenía puesta sobre el ipod) y verifica que no hubiese sido ella, la que por despiste, tocara a otro carro por detrás.

Alza de nuevo la mirada, pero esta vez hacia el retrovisor y ve, con todo estupor, como un carro está incrustado en la parte de atrás del suyo. Muy justos, siameses. Durante 5 segundos, que simularon horas, no sabía qué hacer, cómo reaccionar: limitose a calzarse de nuevo el zapato, pues tenía la costumbre de manejar descalza; abrió la puerta, se acomodó la camisa y el cabello- que en medio de la rabia había perdido su forma- y se dirigió hasta el ciudadano en cuestión.

Las clases de oratoria y locución se fueron al mismísimo infierno; la elegancia y la clase saltaron por los aires como un chimpancé, y el barrio contenido bajo años de civilización se desbordó por los pliegues de sus labios, botando las entrañas y la bilis. No le importó nada, sólo quería escupir la cara de tan miserable truhán.

El tipo bajose pausado y circunspecto, como si nada hubiese ocurrido. Miró a la chica y le soltó un simplón: “¿Qué pasó?
Victoria, por su parte, hubo de respirar profundamente para no estamparle la cartera en la mera cabezota, y dirigiose hasta el tipejo: “¿Cómo qué qué pasó, Guevon”. Poco le importó a Victoria lo cacofónica de la frase, y la grosería que había pronunciado.

-- ¿Qué te pasa, acaso andabas aguevoniado?—le soltó de nuevo al tipo, mientras señalaba con fuerza el carro.

-- Señorita, respete por favor, es que..—respondió él, visiblemente confundido, pues no pensaba que tan elegante mujer, guardara en su lenguaje tan bestiales oraciones.

-- Respeto un coño. ¿O es que tu no viste que estaba en rojo el semáforo?—espetó ella, cuando en su alrededor los carros se detenían para ser testigos de lo ocurrido.

-- Si lo vi señorita, pero tampoco es para que me insulte.

-- Claro, que si lo insulto, porque si hubiese sido yo la que lo choca, estuviese diciendo: “Mujer tenía que ser, seguro iba maquillándose”. ¿Y usted que estaba haciendo, gueviando?”

El tipo, sólo se limitó a asentir con la cabeza, mientras balbuceaba frases de disculpa. “Señorita, no es así, disculpe, disculpe”.

Victoria, entre tanto, seguía profiriendo insultos, sin darse cuenta que permanecía sola en la calle, pelando con molinos de viento, pues el tipejo había reanudado su marcha entre la pena y la risa de los transeúntes.

Por fortuna, al carro no le había pasado nada, pero Victoria sentía una profunda ira, provocada por el machismo de una sociedad que se niega a entender que los hombres también tienen derecho a distraerse mientras manejan, que también se equivocan y que, más frecuente de lo que se piensa, chocan indiscriminadamente a otras personas, sin recibir siquiera una grosería bien dicha.

Esa misma mañana, Victoria se sentía complacida y feliz, en tanto había logrado defenderse sin sentir miedo ante la reacción del otro. Ahora piensa comprar un bate, para tenerlo dispuesto cuando la ocasión lo amerite.