sábado, 12 de diciembre de 2009

Zapatos colgados


Valentina se paró muy temprano y se calzó sus viejos zapatos de marcha, esos que había comprado única y exclusivamente para salir a ejercer su democrático derecho: la protesta. Estaban desgastados y sucios, tanto o más que sus esperanzas de que las cosas cambiarán a través de las caminatas, los pitos y las consignas. Le echó una enjabonada a su paciencia y encendió el televisor para ubicar la posición de la marcha y el número de personas: “Una más puede marcar la diferencia”, era su lema favorito.

En la pantalla, uno de los voceros principales invitó a la comunidad para que se uniera a la “masiva concentración”, mientras mostraba la camisa del partido político en ciernes y esgrimía la bandera de las primarias como único mecanismos para escoger las candidaturas. Al cambiar el canal, apareció otra figurilla, de esas que deberían convertirse en arena para soplarlas, y alegó que las primarias son artilugios políticos para dividir a la oposición y que deberían ser tomadas en cuenta sólo “cuando el caso lo amerite”.

Justo frente a sus ojos, Valentina era testigo de una disputa sin sentido: militantes de un mismo bando, antiguos compañeros de partido, se enlazaban en una batalla sin cuartel, mientras el “supuesto rival” se perfila en el camino de las parlamentarias, resguardando bajo el silencio cómplice los conflictos internos. En paralelo, y para desgracia de Valentina, sus dirigentes se insultaron y desmoralizaban los unos a los otros, sin disimulos, sin medias tintas, y en los principales medios de comunicación, lanzando por el caño las estrategias políticas más adecuadas para el triunfo.

En ese mismo instante, mientras tomaba café, Valentina sintió un fuerte punzón en el estomago, como si del techo cayera una estaca y se clavara justo en su cabeza. Era una sensación familiar, pues había adquirido desde pequeña un mecanismo para convertir los estremecimientos traumáticos en imágenes novelescas y dramáticas: la traición era para ella como si le atravesaran el cuerpo y la dejasen sangrante en la mitad de la sala.

Así fue la sensación, adivinó segundos después, había sido traicionada y su cuerpo yacía sangrante y divido, pero ahora en la cocina de su casa y frente al televisor. Tomó el control y pulso el botón rojo, tomó su taza de café y se quitó sus zapatos de marcha. Los guardó con cuidado para tiempos mejores, aquellos que le devolverán la confianza y la fe.

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