Se presentó gentil, sin colas, sin gritos, sin desorden. Me recibió de noche y bajo un clima afable, hecho curioso por tratarse de una isla cuyo clima normal sobrepasa los 30 grados en la sombra. Yo venía ensimismada, guardando las ganas de llorar bajo la hermosura de un paisaje caribeño y esplendido.
El sol me abría los brazos, y la tranquilidad del mar me arropaba la nostalgia como una cuna resguarda suavemente los sueños de un bebé. Sin embargo, era difícil no pensar en las cosas que dejaba, en la gente maravillosa que se quedaba despidiéndose con resignación y en los sueños que ponía en remojo para tiempos mejores.
Igual, siempre estarán aquí, en las fotos que siempre veo y en los numerosos puentes festivos que abarrotan el calendario venezolano. Siempre habrá una escusa perfecta para viajar y reencontrarme con mi caos adictivo, con mis cariños estáticos, con mis confidentes e inseparables, con la locura colectiva que siempre me hace falta (si, estoy un poco loca) cuando viajo a lugares tranquilos y que funcionan bajo un orden aceptable.
Ahora estoy aquí, lejos de todo lo que me hizo crecer, de todo lo que vi y me vio; lejos de mis momentos alegres y de los que no fueron tanto, pero con la vena expectante en verde, encendida y activa. Estoy aquí, aceptando con una sonrisa lo que esta isla tenga a bien ofrecerme, agradeciéndole los atardeceres de rojos y amarillos perfectos, la comida sabrosa y sus calles despejadas. Estoy aqui, recibiendo una ciudad que no es mia pero en la que intentó pasar los mejores años de mi vida.
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