De chiquitas, al menos las mujeres que conozco, nacemos con la ilusión de casarnos: jugamos a la mamá y al papá, tenemos muñequitas que lloran, babean, hacen pipi (como si esto fuera cuchi) y anhelamos vestirnos de novia. Es un deseo, que algunas, llevamos a lo largo de la vida, soterrados en lo más profundo de nuestras aspiraciones.
Así, transcurren los años y el deseo se despierta, adquiere fuerza y va exigiendo su cumplimiento.
En mi caso, las ganas de casarme se revelaron con furor, sin preaviso y sin contemplaciones: él y yo decidimos casarnos en 28 días, por el civil y por la iglesia y con todos los jugueticos ( fiesta, hora loca, vino, vestido, anillos, entre otrosss). Cómo lo lograríamos iría con la ayuda de Dios, la Divina Providencia, una buena madrina, el apoyo de nuestras respectivas madres y todo aquel que quisiera ayudar (bendito sean todos).
Con el favor de la vida, las cosas nos saldrían bien- suena buen plan los primeros 5 minutos, pero ya en frío y sin la emoción de Susanita, los 28 días empiezan a tomar relevancia, mutan, se desfiguran y te empañan la vista-: "28 días para organizar una boda? Estoy en problemas".
Gracias a las mismas personas antes mencionadas, el pánico es detenido, como si le hubiesen echado un balde de agua fria en las piernas, y con las ganas y la fé esgrimida como bandera saqué una super libreta para anotar todo por categorias-consejo de la madrina-:
1) Categoría 1: Vestido novia
2) Categoría 2: Logístico Fiesta
3) Categoría 3: Bebida y pasapalos
4) Categoría 4: Trámites legales
La lista fue enorme, y la Categoría de Trámites fue el camino mas tortuoso que novia alguna puede pasar, casi similar a las cruzadas impulsadas por el Papado para alcanzar Tierra Santa y la redención divina. En fin, eran 28 días y tenía poco tiempo para quejarme de la burocracia. Poco a poco, y con paciencia, se fueron dando las cosas. Se buscaron los contactos mas importantes: Quién hacia la torta más bonita y barata; "Yo tengo un amigo que tiene una agencia de festejos"- decía mi suegra, mientras agradecía a mi papá por toda su ayuda celestial-; "Yo te hago 200 bolitas de carne" (que maravilla); "Y yo te hago las trufas para la mesa de torta" -gritaba mi cuñada, mientras yo iba tachando "Cosas pendientes" de la lista.
El 28 de noviembre mi cabeza parecía la estación del metro a las 6 pm en Capitolio: mil quinientas cosas que hacer corrían de aquí para allá, y el reloj andaba con paso firme y amenazante.
El vestido, la torta, la peluqueria, arreglo del salón de fiesta, arreglo de iglesia, ramos, pasapalos que buscar, el hielo.... Dios, gusfraba, gusfraba -decía la madrina.
A las 6 de la mañana, la linda novia estaba delegando las responsabilidades, el que me quería(o nos quería) tenía que colaborar, no hay chance ni excusas.
Todos nos moviamos como hormigas amaestradas; corriamos por la ciudad, sorteando las colas como todos unos acróbatas, y con los relojes cronometrados a las 5 pm- ésto como hora tope para tener todo listo y comenzar a vestirse-.
Obviamente, y con el caos esperado, las cosas se dieron (aun no sé cómo) con algunos minutos de retrasado, pero se dieron: el novio esperó la media hora de rigor, salí de mi casa sin sudar y sin las medias rotas (a pesar de que tuve que ir al baño en medio de los metros de tela del vestido que me cubrían), el carrazo abajo (Dios bendiga a mi cuñada y a su esposo por el Mercedes brindado).
A las 8 pm la flamante novia estaba en la iglesia, con el maquillaje intacto y feliz por haber llegado bien. La emoción es indescriptible y maravillosa, tan hermosa como la sonrisa de mi madre mientras caminaba por el altar y tan maravillosa como la mirada de mi, ahora esposo, tan transparente y aguarapada.
La fiesta, con salvadas excepciones fue perfecta: la cantidad de comida adecuada, la bebida indicada, la decoración ideal y delicada, y la felicidad intacta, contagiosa, compartida y sincera.
Una boda hecha en 28 días pero deseada durante 25 años.
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