Sin tiempo para leer es algo que siempre me ha mortificado. Desde que comencé a sentir amor por los libros y las historias que me contaban, me afané por leer todo y cuanto me caía en las manos. Cada vez que tenía tiempo, me sentaba en el sofá de mi casa y leía hasta terminarlo o por lo menos dejarlo a la mitad.
Durante mi carrera, la carga académica comenzó a soplarme la palmera, me obligó a colgar lo libros como un púgil deja los guantes cuando la edad le toca la puerta, y pasaba meses tratando de terminar unas cuantas páginas. Para contrarrestar el golpe, leía apenas me montaba en la camioneta; desde las 4 estaciones que me acercaban a la escuela de comunicación; cuando el profesor no llegaba y mientras hacía la cola para el comedor.
Luego, en las vacaciones y a pesar de lo paradójico, entre la playa, las fiestas y la vagancia, leía bastante poco y justo antes de comenzar las clases hacía votos de castigo para reprocharme la pereza desbordada. Ya graduada, me dediqué a leer mientras esperaba la famosa llamada laboral; pasaba horas acostada en el mismo sofá, dejando los ojos página por página, analizando la estructura y la voz del narrador.
Era feliz cada vez que ponía un nuevo libro en mi biblioteca y compraba como loca un ejemplar por semana. Ya no tengo tiempo, siempre vivo corriendo y frente al volante es muy difícil prestarle atención a la lectura. Sin embargo, el amor sigue intacto, inmaculado y a la espera; no me termino los libros en dos semanas pero me mantengo en la lucha por tener mi cuenta cuentos en la mesita de noche y doblándome el lomo mientras ocupa la cartera. En la oficina me llaman Comelibros, porque cada vez que tengo la posibilidad me abstraigo del mundo y solo estamos el y yo.
Ahora que ya trabajo y mis responsabilidades han aumentado, siento un poco de nostalgia por esas horas que dedicaba en esa peculiar distracción que pocas personas entienden; ese placer insondable que encierra la lectura y que sólo conocen los que han sido atrapados por el mismo virus. Recuerdo un día que alguien me preguntó por qué me gustaba leer y no supe que responderle mas allá de un simplón “porque me gusta”; pero si de nuevo surgiera en mi camino esa interrogante respondería como Firmin (la ratica come libros que inventó Savage): el placer de la lectura y de los libros es muy parecido al que produce el olor a café recién hecho por la mañana.
1 comentario:
¡Qué buen post!
A mí me ha pasado EXACTAMENTE lo mismo. No hay nada más sabroso que quedarse dormido leyendo, cuando ya ves doble las letras y con lo sabroso de saber que tienes el libro al lado.
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