domingo, 27 de septiembre de 2009

Sobre los traumas de la infancia



El sueño frustrado de toda mi vida fue ser bailarina. Cuando pequeña, me ponía una falda azul y daba vueltas como trompo por toda la casa. Me paraba de cabeza, hacía coreografías con mi hermana y en cuanto baile, fiesta o evento escolar saliera, yo levantaba mi mano y era el primer chicharrón. El baile era para mi lo que una Barbie era para cualquier niña, una diversión y una cuota de felicidad.

A pesar de mis deseos, mi madre jamás me inscribió en ninguna academia, ni de ballet ni de música tradicional ni de nada. Su argumento siempre fue el miedo que le tenía a dejarme sola en cualquier parte o, en su defecto, dejarme a cargo de otra persona que no fuese ella. ¿Sobre protectora? Si, bastante.

Mientras ella se negaba, yo insistía en asirme de la falda y mis zapatillas improvisadas (unas muy parecidas a la que se ponen con los disfraces, pero con cintas y pinturas echas por mí) como un rescatado se aferra a los recuerdos. Era mi pelota Wilson.
Con ese deseo crecí, y apenas entré al bachillerato y había adquirido un poquito de libertad, me fui directo a la fundación Bigot para empezar clases de danza nacionalista.

Allí estuve felices 4 años haciendo bailes para la celebración del Día del Liceo. Un día la fundación cerró sus puertas y se mudó a la tan lejana – para mí- localidad de Catia. Desistí del baile, pero con la promesa debajo del brazo que si en algún momento yo tenía una niña, la enviaría directo a una academia, así ella decidiera salirse después.

Sueño frustrado por segunda vez

Hace 6 años llegó a mi vida una pequeña loquita. Nació de mi hermana y colgó en mi pecho la insignia de tía. Es una loquita irremediablemente parecida a mí, que con cada gesto u acción me hace viajar por la enrevesada y enmarañada autopista de los recuerdos.

Cuando se paró, por primera vez, en sus débiles piernas, lo primero que hizo fue bailar. Definitivo, es igual a mí.
Baila todo lo que le pongan, desde merengue hasta los jingles de las cuñas y desde los aplausos hasta los silbidos.
Siguiendo el guión de la historia, a la pequeña tampoco la han inscrito en nada, con la maravillosa diferencia que apenas tiene 6 años.
Ella sigue bailando, y yo me limito a auparla cuando termina su performance.

No se sí esto tenga relación con su persistente inclinación a las artes –pues aparte de bailar también pinta- pero recuerdo que su nombre, escogido por mí, fue el de una famosa artista estadounidense, música, poeta, dibujante y artista experimental de performance, en los que combina música minimalista, diapositivas y reflexiones irónicas sobre el lenguaje.

Yo sólo espero que la historia no haga su pirueta cíclica y que ella sí logre lo que su tía no pudo siquiera empezar.
Aunque eso no significó un dolor incurable para mí, capaz de hacerme perder la razón o arrojarme hacia la misantropía, siempre es bueno poder hacer todo lo que se ha querido.

viernes, 25 de septiembre de 2009

Cuando se amanece cursi y enamorada del país

Desde hace unos cuantos años, Venezuela parece ir montada en jet, viaja a mil revoluciones por segundo y no se detiene. Todos los días, el ciudadano se encuentra con una nueva información, con algún cuento, con una novedad. Hasta el más despistado o apático, ve de soslayo el titular de la prensa. El chiste: “De Venezuela se puede decir todo, menos que es un país aburrido”, nos describe perfectamente. Somos un país demasiado acontecido. En definitiva, tenemos miles de cosas que contar y son opacadas por tanta diatriba política. Somos un país que se levanta temprano, que cuela su café y sale a trabajar. Si se logra ver por la rendija, verás a una madre corriendo para llevar a sus hijos al colegio; un taxista limpiando el interior del vehículo para recibir a su primer pasajero; el estudiante sonriendo con sus amigos en el camino hacia la escuela; un comerciante subiendo la santamaría, y una abuela leyendo periódico desde su mecedora. Sin duda, somos un país digno de contar, que necesita gente que la comente bonito, desde el alma.
(continuará)

lunes, 21 de septiembre de 2009


Hoy es día de la paz, y más allá de las frases cursis y empalagosas que se estilan para estas fechas, prefiero mantener en mi mente lo ocurrido ayer en la tierra del guaguancó: Cuba.
Más explicaciones y comentarios de los que surgieron desde las redes sociales y medios de comunicación, lo que pueda decir aquí se pierda como una brizna de papel en el mar, pero sí me gustaría que el concierto de Paz sin frontera no quedara como sólo un espectáculo flanqueado por rumores y expectativas. Lo de ayer fue místico, épico, impensable y, aún así, fantástico: Lograr que miles y millones de personas limaran sus diferencias y paroxismos políticos, tan difíciles de derribar como las posturas religiosas.
Cientos de cuerpos expectantes, desde la famosa Plaza de la Revolución, con el sol tostándoles el rostro esperaban la presencia de artistas que jamás pensaron ver, lo que me dejó una frase celebérrima y que, aparentemente, ha perdido sentido: Jamás se debe dejar de soñar.
Muchas palabras pierden sentido de tanto usarlas, como un jabón pierde consistencia o como la memoria adquiere bemoles, pero el reto es ese, esforzarse por mantenerlas vivas y en forma; usarlas con conciencia y no por formar parte del esnobismo. Libertad es una de ellas. De tanto manosearla por unos y otros, y de tanto esgrimirla por fines varios (muchos de ellos inconexos con su significado) parece que se ha vuelto amorfa. No importaban el millón y tanto de personas bailando y cantando, lo que realmente valía, para muchos, era que algunos de los artistas dijeran la palabra Libertad, como si eso significara un punta pie en la moral de Fidel y sus seguidores.

Ayer, los frenéticos y maliciosos esperaban que resonara con fuerza la palabra libertad, incluso surgieron apuestas encontradas en torno a la posibilidad de que Juanes la pronunciara. Hubo más que esa palabra: hubo mensajes mucho más fuertes, más contundentes y sinceros, que juntos resumían la tan esperada palabra: “Por una sola familia Cubana”; “Cambiemos el odio por amor”, “La guerra es una mierda y el conflicto es una mierda”. ¿Realmente hacía falta la palabra Libertad? No lo creo.

Ayer reinó la paz y la libertad, y hasta el más escéptico y fanático no logró despagar sus ojos antes tamaña demostración de amor por un pueblo lacerado durante años. Porque es así, el amor no se demuestra repitiéndolo hasta el hartazgo, sino pasando por encima de los prejuicios y comentarios; arriesgando, por así describirlo, su estatus. La paz no se logra ubicándole un día en el año para celebrarlo y colocándolo en el almanaque, se logra llamando a los pueblos, a la gente; uniendo los intereses, los sueños, las alegrías y penas afines; hablando un mismo lenguaje y gozando sin remordimientos.

Ese pueblo gozó como quería, y si eso no es algo parecido a la libertad, entonces no sé qué es. Y con esto no pretendo esconder debajo de mi falda las profundas desigualdades y vicisitudes por las que han pasado los cubanos. No soy tan inocente e ingenua. Ya hoy, ese mismo pueblo volvió a sus carencias y necesidades, pero ayer se mutó, se transformó en prueba invaluable de esperanza, amor y paz. Prueba de que para cambiar al mundo lo que se necesita es ganas de hacerlo; cojones para lograrlo y oídos sordos ante los malos augurios.
Para mí, la paz va más allá del concepto que le otorga la Real Academia o lo que dicen los sesudos literatos y politólogos del mundo. Desde ayer, para mí la palabra paz se resume en una sola imagen: Una tarima repleta de voces distintas y rodeadas de miles de almas cumpliendo un sueño.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Sin tiempo


Sin tiempo para leer es algo que siempre me ha mortificado. Desde que comencé a sentir amor por los libros y las historias que me contaban, me afané por leer todo y cuanto me caía en las manos. Cada vez que tenía tiempo, me sentaba en el sofá de mi casa y leía hasta terminarlo o por lo menos dejarlo a la mitad.


Durante mi carrera, la carga académica comenzó a soplarme la palmera, me obligó a colgar lo libros como un púgil deja los guantes cuando la edad le toca la puerta, y pasaba meses tratando de terminar unas cuantas páginas. Para contrarrestar el golpe, leía apenas me montaba en la camioneta; desde las 4 estaciones que me acercaban a la escuela de comunicación; cuando el profesor no llegaba y mientras hacía la cola para el comedor.


Luego, en las vacaciones y a pesar de lo paradójico, entre la playa, las fiestas y la vagancia, leía bastante poco y justo antes de comenzar las clases hacía votos de castigo para reprocharme la pereza desbordada. Ya graduada, me dediqué a leer mientras esperaba la famosa llamada laboral; pasaba horas acostada en el mismo sofá, dejando los ojos página por página, analizando la estructura y la voz del narrador.


Era feliz cada vez que ponía un nuevo libro en mi biblioteca y compraba como loca un ejemplar por semana. Ya no tengo tiempo, siempre vivo corriendo y frente al volante es muy difícil prestarle atención a la lectura. Sin embargo, el amor sigue intacto, inmaculado y a la espera; no me termino los libros en dos semanas pero me mantengo en la lucha por tener mi cuenta cuentos en la mesita de noche y doblándome el lomo mientras ocupa la cartera. En la oficina me llaman Comelibros, porque cada vez que tengo la posibilidad me abstraigo del mundo y solo estamos el y yo.


Ahora que ya trabajo y mis responsabilidades han aumentado, siento un poco de nostalgia por esas horas que dedicaba en esa peculiar distracción que pocas personas entienden; ese placer insondable que encierra la lectura y que sólo conocen los que han sido atrapados por el mismo virus. Recuerdo un día que alguien me preguntó por qué me gustaba leer y no supe que responderle mas allá de un simplón “porque me gusta”; pero si de nuevo surgiera en mi camino esa interrogante respondería como Firmin (la ratica come libros que inventó Savage): el placer de la lectura y de los libros es muy parecido al que produce el olor a café recién hecho por la mañana.