viernes, 28 de noviembre de 2008


A ti, Rafael...

Te descubrí mientras leía. Una escritura casi perfecta se desnudó ante mis ojos. Nunca pensé que alguien pudiese escribir tan bien y despertar en mí las inmensas ganas de imitarlo. Fue tu libro, aquel libro el que me permitió adentrarme en el fascinante mundo de las crónicas bien hechas, cuyas frases perfectamente elaboradas me hicieron enamorarme, por segunda vez, de la escritura. Fuiste tu Rafael, el egresado de las filas ucabistas que escribe todos los domingos en la revista encartada de El Nacional. Fue tu libro “Salitre en el corazón”, el que me capturó. Supiste dar en el clavo, describiste la realidad cubana y develaste los misterios que envuelven a la isla del sabor y la trova. Contaste la historia de quienes viven con la libreta de racionamiento supeditados a sus dos paquetes de arroz por mes. Describiste la vida nocturna de una ciudad que parece haberse quedado paralizada en el tiempo; una isla en donde Sandy y Papo son el boom merenguero del momento. Me contaste lo duro que es vivir en Cuba, mientras me susurrabas al oído que la gente, a pesar de todo, es feliz.

Luego, mes deslumbraste con una portada repleta de caricaturas y me dijiste convencido: “La vida sigue”. Allí estaba, un libro con tu nombre que recopilaba todas las crónicas que has escrito para la revista Todo en Domingo, dispuesto para mi en el anaquel de un panadería. Desde que lo compré hace dos semanas no me despegado de él ni un segundo; cada historia es fascinante y me invita a continuar tus pensamientos reflejados en las 231 hojas empastadas.
Me constate sobre la música de una cuadra muy parecida a una que conozco, y me recordaste lo maravilloso que es un domingo familiar con sello venezolano. Me enseñaste que hasta para cantar un feliz cumpleaños los venezolanos nos las ingeniamos para ponerle nuestro toque especial, agregando comentarios subversivos y anotaciones burlescas que harían reír hasta al más serio.
Le escribiste a la clase media, esa clase satanizada a la que pertenezco y a la que le dibujaste un carita feliz en medio de tanto odio e intolerancia. Me hiciste ver que, a pesar de los que muchos dicen, no es malo tener un estilo de vida medianamente holgado que te permita disfrutar, con ciertas restricciones, de un buen vino los viernes por la noche y ostentar un perfume cocochanel.

Y sobre todo me dejaste este párrafo perfecto como huella imborrable en mi mente:
“Este domingo, quiero hablar del amanecer en la ciudad de venezolana: de cómo ese cielo de profundo azul se va volviendo violeta y se llena de pájaros, de cómo pían las alarmas en las habitaciones y sale de éstas el llanto de los recién nacidos, el sisear de las grecas de café, el rumor de los noticieros. Cómo la sociedad se despierta y de las calles emerge la bulla de las busetas y de los carros, que es la bulla del trabajo, del esforzado madrugonazo de cada día, del echarle bolas. Cómo se levante hacia el aire contaminado de la primera mañana el aroma de las empanadas con guasacaca que se quiebran ante la barra de un lunchería, y por las aceras se extienden las filas blancas y azules de los chamos yendo a la escuela”. (Osío Cabrices, Rafael, 2008)

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