jueves, 6 de noviembre de 2008


En moto


No se el momento exacto cuando me comenzó a gustar. Creo que fue una mañana, de esas infernales, que Caracas parecía estar sumida en el holocausto, y debía llegar temprano a mi trabajo. Fue justo en ese instante, cuando un señor en dos ruedas, enjuto y con gorra, pasó por mi lado como caído del cielo. Era él, un motorizado que sorteaba las colas como todo un experto. He de admitir mi pánico desmesurado por los vehículos en dos ruedas, que zigzaguean sin control por los 300 millones de carros parqueados en las autopistas. Pero aquel día, ese señor enviado por los dioses, me miró y me dijo: “¿Estás apurada belleza? Yo te llevo por 30 mil”. A lo que contesté- con un pánico anormal que hacía que mis piernas temblaran de manera descontrolada- : “Bueno, pero trata de ir despacito por favor”. Aquel viaje, contrario a la experiencia agónica que yo esperaba, fue un momento de contacto con mi ciudad; sentí una libertad absoluta, como si el mundo fuese solo mío y podía tenerlo en mis manos cuando lo deseara. Asida de aquella moto, recorrí de un extremo a otro la ciudad, mientras mis piernas se adherían a la moto como un bebé se aferra a su madre. Ese día no sólo experimente una sensación de desenfreno nueva para mí, sino que, por primera vez, llegué temprano a mi oficina, provocando la envidia de mis compañeros y los elogios de mis jefes, que jamás me habían visto tan despeinada y tan temprano en mi puesto de trabajo. Toda una experiencia, pues…Hoy, pueden denominarme la segunda persona en Venezuela que usa más la moto como transporte habitual. La primera, es una buena amiga a la que quiero demasiado, que hasta el día de su graduación, con vestido y tacones, llegó al Aula Magna flamante y bajándose de una moto.

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