sábado, 7 de mayo de 2011

Un amor imposible de cuantificar

A los 10 años entendí lo mucho que mi mamá me quería. Lo sentí y lo viví bruscamente, lo que me permite recordarlo hoy con total claridad. A esa edad, por varias razones, mi desempeño en la escuela había bajado notablemente y mi maestra, preocupada, no tuvo otra idea que llamar a mi mamá para comunicarle mi pésimo rendimiento.

De tantos días que tiene el mes de mayo, mi profesora Martha tuvo el tino de llamarla un viernes, dos días antes del Día de la Madre.
Recuerdo mis nervios, ese nudo que se enquista en el estómago y te arrebata de un golpe el hambre, el sueño y hasta las ganas de vivir. Y no porque tuviese miedo de la retaliación de mi madre, sino porque la sola idea de decepcionarla, de entristecerla o lastimarla me hacía sentir empequeñecida y anulada. Además, sabía que esa noticia, en parte, arruinaría la alegría que cobija al segundo domingo de mayo.

Esa mañana, recuerdo, recé y lloré como plañidera; le pedí a todos los Santos que conocía que ese día mi mamá no llegara al colegio. Que una marcha, alguna protesta estudiantil impidiera su llegada y retrasara la reunión, al menos hasta el lunes, después de ese domingo, el "Día de las Madres".
Nada pasó. A las diez de mañana mi madre, ataviada de su uniforme y con un rictus que hacía ver su rostro entre alegre y expectante, cruzó mi salón, acompañada de la inefable profesora de Matemática.

No recuerdo a la perfección que hice yo en el ínterin de la reunión, pero si hago un ejercicio especulativo y de imaginación, podría verme hecha un ovillo sobre el pupitre, con la cara pálida de estricto blanco y los ojos hundidos entre lágrimas y los puños de las manos. Lo había hecho, la había decepcionado.

Veinte minutos después, mi madre, seria y con la sonrisa tan forzada, como quien intenta ocultar tras una mueca la tristeza más grande, se despidió de mí con un simple ademán y con la frase que, cual bomba, derribó de un sopetón el muro de contención de mi llanto: "chao, nos vemos en la casa".

Sabía lo que me esperaba. Quizás unos gritos, un castigo severo y los posteriores días de total indiferencia. Así fue. Esa tarde de aquel viernes mi madre hizo todo lo esperado, me dijo que la única responsabilidad que tenía era la dejar el alma en los estudios, que no se entendía mi bajo rendimiento y que la decepción era insondable. Duras palabras, tan o más duras que cualquier cachetada.

Pero fue para el domingo cuando logré comprender las verdaderas dimensiones del amor materno, ese que supera todas las barreras, que es inconmensurable, incuantificable e inoxidable.
Estaba en mi cama con el regalo en la mano: un cofre hecho por mí, abarrotado de bombones de chocolates que había comprado con el dinero de mi merienda. Me esforzaba en arreglarlo, en pegarle pedacitos de papel en forma de corazón y un veintena de "discúlpame mami" colocados en cada espacio del regalo. Sentía miedo de entregárselo, que lo rechazara o que tan solo lo mirara y continuara con su indiferencia.

Me acerqué hasta su cuarto, toqué la puerta con delicadeza y cuando al fin salió, extendí lo brazos y le dije: Feliz día mami. Ella, contra todo pronóstico, tomó el regalo, lo miró en silencio y se tendió a llorar como un niño. No paraba, y su rostro de hundía en una profunda tristeza, mientras que yo sentía que de nuevo la había defraudado, que mi regalo no había llenado sus expectativas, que era mejor desistir y dejar de meter la pata.

Ella, entre sollozos y con frases inconexas me dijo: Hija te perdono, yo solo quiero que estudies, que seas una profesional". Me abrazó y besó dulcemente mi mejilla.

Fue allí cuando supe que por más que la lastimes, una madre siempre está dispuesta a disculparte. Que no hay error que borre el amor y la devoción maternal. Que si hay algo que le pone cara al amor es el sentimiento que una madre siente por sus hijos, por encima de todo y a pesar de lo torpe que podamos llegar a ser.

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