Mis padres siempre fueron muy humildes. Trabajaron para darme todo lo que hoy con orgullo llevo: la vida y mi nombre. No puedo decir que pasé trabajo ni que mendigue un mendrugo de pan, pero si viví con austeridad, desde mi sencillo apartamento en los Jardines del valle, con la montaña de cerros dándome los buenos días y recordándome, siempre, lo que soy y de donde vengo.
Mi madre. Una asistente de farmacia que tuvo la dicha de trabajar en una institución seria, en la cual logró pedir prestamos a diestra y siniestra para “bandearse”. Mi padre, un comerciante de profesión, que por venturas de la vida tuvo que asirse de un volante y recorrer los recovecos de una ciudad a la que amaba profundamente. Esos fueron mis ejemplos.
Cuando nací, gracias la LPH de mi mamá, lograron comprar el humilde apartamento de 3 habitaciones y un baño, nada de jacuzzi ni maleteros. Decidieron mudarse a un sitio más cómodo, y darle a sus hijas un lugar más seguro en donde vivir, un poco más “seguro” que las veredas de Coche.
Mis padres pasaron 5 años pagando, religiosamente, las cuotas del apartamento; tanta era la pelazón que ni fotos a la niña recién nacida pudieron tomarle (si, sólo tengo una foto tipo carnet en la que salgo bastante fea, gracias). Con los años, el fairlane 500 con el que taxiaba mi padre comenzó a fallar y mi mamá, siempre sabia, decidió buscar un crédito para un carrito nuevo. Fue así como tuvimos el corsita 2001, sencillo, sin aire ni asientos de cuero, pero que nos daría de comer.
A mis 20 años, mis padres habían compilado una apartamento y un carro nuevo, que servirían para nuestro futuro” (conste en acta que estas son palabras fidedignas de ellos), nada con el que uno pueda decir “Guau, soy rica”, pero el esfuerzo y tenacidad por dejarle una base económica a sus hijas es algo que vale más que todo el Vaticano junto.
Hace dos años, mi padre murió y su carrito corsa quedó estacionado por algún tiempo, hasta que las heridas sanaran, o hasta que la humedad le borrara su olor impregnado en los asientos; porque si hay vaina jodida en este mundo es pernoctar entre el olor fermentado y la ausencia del ser que amas.
El carrito sigue allí, esperando que algún día mis manos tengan el valor de agarrar el volante que le perteneció y que mi espalda roce el asiento que él por tanto tiempo tocó.
….
Ayer, leyendo el periódico aparecía una noticia sobre las propiedades de la familia Quintero y de cómo le habían quitado la hacienda que por años le había pertenecido. No pude dejar de prensar en el carrito de mi papá. Sentí como si me oprimían el pecho, sentí miedo. Y sentí miedo, porque si algo amo en la vida son las cosas que me recuerdan a él: su gorra del Caracas, sus cassette de gaitas, las tres camisas que aún conservan su humor, y ese carrito que el cuidó como a su vida.
Me imaginé el dolor de esa familia, el sentimiento de impotencia y de ira que debe estar carcomiendo sus entrañas e, irremediablemente, pensé en el carrito, en la rabia profunda que sentiría si me lo quitaran, así como así, porque alguien extraño decide que no le doy el uso correcto o porque hay personas que lo necesitan más que yo.
Al menos en este post, no voy a analizar si realmente tienen justificación legal para tal medida, o si la familia Quintero es una burguesa asquerosa que esclavizó a toda una población, ya el tiempo lo dirá; lo que pretendo reflejar es que nadie tiene derecho a quitarte lo que con esfuerzo conseguiste, no es justo que se hagan de algo que te pertenece, a lo que amas por medio de argumentos fútiles. Que alguien venga, de la noche a la mañana, y te diga que tu apartamento ya no es tuyo porque una familia no tiene donde vivir y necesitan un techo. No es justo, que se metan en tu casa, armados hasta los dientes, y te saquen como un vulgar ladrón de lo que es tuyo. No es justo, y que no me vengan con la proclama falsa y maniquea “Ellos son pobres y no tienen donde vivir”, porque mis padres fueron unos marabinos pobres y sin estudios, que llegaron a Caracas en busca de una mejor vida, que pelaron bastante bola, que sudaron bastante para darnos, a mi hermana y a mí, lo que podían. Ellos no agarraron como escusa su pobreza para robar y arrebatar.
La pobreza no es una mancha o un estigma, al contrario, es un aliciente para impulsarte, para obligarte a mejorar, a echar para adelante. La pobreza es una condición que te obliga a salir en pie o refugiarte como rémora, esperando que otros te resuelvan la vida.
1 comentario:
Extraodinario relato; inteligible, sencillo pero con mucha profundidad. Parece escrito por un historiador con el metodo de Carrera Damas.
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