Ayer estuve en la calle, sola, de noche y no sentí miedo. El carro, parqueado frente a una solitaria panadería, tardó 10 minutos para encender y no lloré. Es raro, porque suelo ser un ramillete de nervios que tiembla al primer empujón y que reproduce un movimiento similar al de una jalea a medio espesar cayendo al suelo. Sin embargo, ayer no pasó. Ayer me sentí segura, tranquila y hasta protegida en medio de tanta oscurana. No había ni un solo policía, no había personas alrededor, pero igual me sentí resguardada como si en lugar de estar en pleno centro de Porlamar estuviese en Patmos. Fue extraño, porque, según creí, el sentimiento de seguridad se me había desgastado al igual que los surcos de los cauchos se van borrando de tanto rodar. Desde hace un año que no me pasa eso: ya no escondo la cartera detrás del asiento, ni disimulo mi anillo de graduación cuando salgo a la calle. Insisto, es raro, porque según dicen los diarios hubo 3 muertes el fin semana y ayer robaron a un chino, y la semana pasada a un árabe, y la amiga de una amiga le arrancaron el celular cuando iba entrando al Sambil, y a la tía de esa misma amiga la secuestraron el sábado, y la 4 de Mayo no es un lugar seguro, y Venezuela es peligrosa estés donde estés. Pero digan lo que digan, aquí me siento segura. Ha de ser que vivir en Caracas me sacó cayos y lo que sucede en una Isla me parece juego de carritos. Me rio irónica cuando un ñero me dice: “Es que aquí nos está comiendo la inseguridad”, y luego le suelto esta perla: “No has visto nada. Vete pa’ Caracas pa’ que vos veáis”. Sin duda, es triste.
Veo asombrada como juegan los niños en la calle, frente a sus casas, en bicicletas y descalzos, incrédulos frente a un mundo malo que mata por cualquier cosa; me sorprende ver parejas besándose en la oscuridad y soledad de la noche sin temor de que alguien les arrebate la cartera. Y me descubro alelada viendo como la gente se reúne en sus casas para celebrar el día de la Virgen sin que las barras de una reja surquen sus caras y sus risas. Y más me sorprende que eso me sorprenda, porque se supone que ese es el deber ser, porque eso es lo que le pone cara a la frase “calidad de vida”. Pero a pesar de estar aquí por más de un año, estas escenas me siguen causando asombro. Me deja pasmada ver a la gente hablando de carro en carro frente a un semáforo; me rio nerviosa cuando paso por alguna licorería repleta de estudiantes que disfrutan su fin de semana comprando caña a precio de puerto libre. A veces siento, y no sé si sea bueno o malo, como si no estuviese viendo en el mismo país. Solo aterrizo y caigo en la cuenta cuando escucho “dame un marroncito, hermano” pedido a los gritos. Allí me digo: “Si, estás en Venezuela”.
En la cuesta que va hacia mi casa hay un pequeño barrio: una serie de casitas apiñadas cuya construcción autodidacta descubre las infinitas cualidades arquitectónicas de sus habitantes. Su nombre es “Petarito” y su pasividad va en sentido contrario con la alarmante rapidez con la que mueren lo habitantes de la otra, de la original, la de la ciudad, “Petare”. En esta, la pequeña, la tranquila, la de pueblo, no se escuchan ráfagas de tiro, ni sirenas de ambulancia; en ella se escuchan las piezas de dominó pegando contra la mesa de madera. También se escuchan las risas de los niños que juegan futbol bajo la lluvia, y cierran la vía para que ningún carro “antojao” venga a interrumpir la gran final. Por allí paso todos los días y aun me parece extraño ver un burro “estacionado” en la entrada de “Petarito”, al lado de los niños, como cualquier mascota al que le pones de cariño “mi muñito”. Que lindo, que tierno, que de pueblo tiene esta ciudad turística, que encanto rural. Si, es eso, encanto rural, que tranquilidad tan mundana y envidiada por las ciudades hacinadas por tanto carro, tanto centro comercial, tanta tasca vacía por los altos precios y la inseguridad. Tanta variedad que no se disfruta porque no te deja opción, porque es casi imposible llegar a cualquier parte.
miércoles, 1 de diciembre de 2010
miércoles, 3 de noviembre de 2010
Malabaristas de semáforo: puro arte urbano
Malabaristas de semáforo son más que pedigüeños...son arte de la calle
En las calles insulares, como si fueran escenarios circenses, aparece un grupo de jóvenes que juegan a los malabares entre el cambio del rojo al verde. Unos segundos les basta para lanzar pelotas al aire mientras se balancean en un monociclo.
El malabarismo implica un ejercicio de coordinación entre las manos, unido al equilibrio del cuerpo y la concentración.
...
El semáforo cambia y esa es su oportunidad. Un minuto para demostrar lo que tanto ha ensayado. No vacila, a pesar de que el sol le quema la piel. Dos mazas (vara cuyo extremo es mas ancho) le bastan para lucirse en el espectáculo.
Los carros se detiene y empieza el show: Arroja los objetos en el aire de manera simultánea, y los cambia de mano a mano, con destreza, sin caérseles al suelo. Su posición es erguida, a pesar que los rayos del sol caen directamente sobre sus ojos.
Falla. Una de las mazas cae y rueda debajo de un carro, se lamenta, mientras sus compañeros de oficio le hacen un gesto de desaprobación. Parece que nadie lo notó.
“Hay conductores que ni nos miran, nos odian”, confiesa Fernando (seudónimo) quien lleva el peso de hacer malabares esa mañana.
Tras el breve espectáculo, viene el momento de la premiación. Se quita la gorra, y con una gran sonrisa, va pasando por cada uno de las ventanillas que le da tiempo de recorrer antes de que el semáforo se vuelva al verde.
Unas cuantas monedas, ya lleva Bs.50 y “apenas son las once de la mañana. A veces logramos recabar hasta Bs. 140, lo que nos da para subsistir decentemente”, reitera Fernando.
Rafaela, la mujer del grupo, no es venezolana, viene de Chile con la idea “de vivir libre”.
- Me gusta lo que hago, esta es mi profesión. Algunos creen que sólo lo hacemos por dinero, pero no saben que esto también es arte. Entretenemos a la gente con nuestro show, asegura Rafaela, mientras arroja pequeñas pelotas al aire.
El semáforo cambia de nuevo. Otra vez empieza la faena.
Malabaristas en la Isla
Aunque son pocos en número, cada día los semáforos de la región insular se ven animados por característicos personajes que lanzan objetos al aire, mientras desafían la gravedad. Montados en monociclos, y hasta rodeados de fuego, demuestran sus habilidades en el arte de manipular y ejecutar más de tres objetos de forma simultanea.
Simón Ojeda, quien lleva más de cinco años ejerciendo como malabaristas en varios centros de atracción del país, cuenta que el oficio implica un esfuerzo motriz significativo.
“Mantener cuatro o cinco pelotas moviéndose simultáneamente por el aire no es fácil, para ello tienes que desarrollar cualidades psicomotrices y de coordinación que te permitan tener el control de ellas para que no caigan”.
Paco Fernández, malabarista callejero, cuenta que ha paseado por varios estados del país gracias a su arte.
“Yo vengo de Caracas, y hago mi arte en los Palos Grandes. Allí la gente es receptiva, da buenas propinas. Aquí en la Isla llevo apenas dos semanas y no me ha ido tan mal”.
Fernández confiesa que se va rotando de esquina (antes hacía malabares en el semáforo de la Terranova pero allí ya había otro grupo que hacía lo mismo que él), siempre buscando el mejor público.
“El mejor público es el que se ríe con lo que hacemos, no ese que nos sube el vidrio cuando pasamos. Nosotros no exigimos grandes sumas, solo una ayudita”.
Con respecto a la presencia de menores de edad en el oficio de malabarismo callejero, la presidenta de la Fundación Niño Simón, Zamira Ekhayel, destaca que, hasta el momento, no se registran menores de edad que están por la calle haciendo este tipo de espectáculos.
“Hasta donde sabemos, la mayoría de los muchachos que hacen esto son mayores de edad e incluso son provenientes de otros países como Argentina, Uruguay o Chile. También hay muchos que pertenecen a la cultura Rastafari (movimiento cultural y religioso proveniente de Etiopía) y realizan estos actos como forma de vida, como cultura”, agregó Ekhayel.
Datos:
Según el portal wikipedia (http://es.wikipedia.org/wiki/Malabarismo), los juegos malabares son de suma dificultad que proporciona “un contexto de estudio, superación, agilidad, gimnasia.
Los malabaristas pueden usar elementos como las pelotas, aros o anillos, machetes, diábolos o platos chinos.
Los movimientos básicos para iniciarse en el mundo del malabarismo comienzan con una bola que se va lanzando de mano en mano. Luego se incluye una segunda pelota. En el momento que ésta llega al punto más alto de su trayectoria, lanzamos la otra. Todos los movimientos se repiten hasta que se logra la perfección.
martes, 26 de octubre de 2010
Mi paso por una sala de redacción
Mientras estudiaba Comunicación social en la UCV, las salas de redacción de los periódicos se me antojaban antológicas, de ensueño, únicas y propicias para el aprendizaje de una carrera apasionante. Me las imaginaba enormes, con mucha luz, llena de libros, y de tecleos incesantes frente a un computador. Todo un sueño para una pichón de periodista que soñaba con ver su nombre plasmado en una hoja en escala de grises, de tamaño estándar o tabloide. Ya en la mitad de la carrera, muchos de mis compañeros se habían inmerso en ese mundillo de genios y no tan genios, que juegan a tener la información más fresca y que cargan a cuesta la responsabilidad de publicarlas con la mayor “objetividad e imparcialidad posible”. Yo, mientras tanto, me esforzaba por encontrar un empleo que me permitiera ganar experiencia pero que no me retrasara los estudios.
Los veía, sentada en el banco verde frente a la escuela, correr para el periódico después de la última clase de la mañana, y luego los veía regresar, cegajosos y mal peinados, para asistir a las clases nocturnas. Los admiraba, lo confieso; soñaba con estar tan ajetreados como ellos, llenos de anotaciones y revisando el celular a cada rato para verificar que su jefa de prensa no los hubiese llamado. Por alguna razón, pasé años trabajando en cientos de cosas disímiles a lo que, en apariencia, era mi sueño: trabajar en un periódico. Fue a mis 25 años, y en una ciudad totalmente extraña, cuando por fin puse en marcha lo que había sido mi anhelo estudiantil y mi frustración profesional. Harto sabido era la mala paga que recibimos los periodistas de impresos, como harto sabido también era el desgaste físico y mental a los que son sometidos los reporteros. De igual forma no me importó: había determinado vivir esta experiencia a costa de lo que fuese, aunque esto a la postrera implicara una severa destrucción fácil y la preocupante caída del cabello.
Primer día
Llegue un lunes a las 8:30 de la mañana, cargada de ganas y buena disposición. En mi cartera tenía la tradicional libreta de anotaciones, dos bolígrafos (por si uno se dañaba), la grabadora y dos juegos de pilas; una aguja e hilo por si se rompía algo en medio de la entrevista, pega de zapato, dos ibuprofenos y tres chicles de menta. Todo un arsenal de cosas, como si en lugar de ir mi primer día de trabajo, me hubiese ido a la Franja de Gaza a batallar dentro del campo de las ideas y los paroxismos.
Me supuse que el primer día, por tratarse de la nueva, sería un poco más flexible. Me equivoqué. Mi primera pauta fue un robo de 12 computadores en un colegio público cerca de la Asunción, que a todas luces tenía pinta de ser nota a página completa y posible titular de primera. Ojo, no porque la noticia fuese la más importante, pero en una Isla suelen suceder muy pocas cosas trascendentales y un robo de computadoras, fácilmente, puede ser lo más importante del día (por no decir la semana).
Nota: aparte de la nota de sucesos, me tocó un acto político y una entrevista a la jefa de Zona Educativa del estado.
No sé como sea el maní en otros medios, pero en el Sol de Margarita las cosas suelen ser bastante extrañas. Tan sólo hay 5 periodistas que cubren todos los hechos locales, más sucesos, temas económicos y/o culturales. También hay 4 carros para transportas a las periodistas; 4 vehículos que se reducen a tres pues uno de ellos debe quedarse para los periodistas de deportes y la sección de espectáculos. Es decir, cinco periodistas deben sortearse los vehículos y los fotógrafos. Ese día, mi primer día, me tocó viajar con otra periodista (con su lista de pautas también) y un solo fotógrafo. Por ley, la primera pauta que se cumple es la de mi compañera, por ser ésta las más antigua y porque debo pagar la novatada. Ya son las 9: 30 de la mañana y aún no tengo nada escrito en mi coqueta libreta rosada. Nada alentador.
Es a las diez y cuarenta de la mañana cuando por fin piso el violentado colegio. No era la revuelta que esperaba: unos cuantos papeles en el suelo, una cerradura rota y más susto que hechos, la verdad. Los profesores en las escaleras hablaban de cualquier cosa y, a esa hora del día, aún la policía del estado no había hecho acto de presencia. Recabo mi información, dos o tres fotos del “reguero” y listo, a la otra pauta. Para, no tan rápido, antes de ir a mi segunda pauta debemos pasar por la segunda de mi compañera. Todo lento, poco a poco.
A la una de la tarde por fin llego a lo que será mi casa durante los cinco meses que duró mi ilusión dentro de una sala de redacción y, fíjense, digo ilusión porque todo ese cuento que se había armado en mi cabeza durante los años de estudios no era más que las frases hechas de mis sesudos profesores, que nos contaban con fascinación sus años como reporteros, obviando habilidosamente las cientos de horas sin dormir y la penosa muerte que va sufriendo la creatividad y las ganas de escribir conforme van pasando los días. Ese detallito no lo dicen (al menos a mi no me lo dijeron) en las clases de periodismo. Porque más allá de lo obvio: la mala paga y el exceso de trabajo, queda soterrado lo más importante: el verdadero ejercicio de la profesión que va muriendo como muere la pasión en las parejas que ya no se aman.
Las ganas de escribir historias fascinantes sobre cómo ve la vida un pescador que trabaja como un esclavo para ganar plata y luego gastársela en cerveza se ven aniquiladas por la inmediatez de la noticia, el exceso de trabajo y el irremediable “escribe cualquier vaina y llena ese hueco”. Porque, señores, dejémonos de romanticismo, en un periódico lo que importa en tener la exclusiva, vender ejemplares y llenar las venti tanto páginas con lo que sea. Reitero, no sé si en todos los medios impresos sea igual, pero con otros colegas con los que he compartida esta versión la similitud es pasmosa. Y no es porque los periodistas no quieran hacer algo más innovador y creativo como una crónica al estilo Soho, sino que para crear historias fascinantes es imperante el tiempo. La investigación, como todo, requiere de esa magnitud física con la que medimos la duración de los acontecimiento, mejor conocida como “Tiempo” *.
Al principio, comienzas por anotar los temas de interés en tu libreta, para luego desarrollarlo en los trabajos de fin semana. Le pones ojitos, los subrayas con marcador, le colocas pendiente con resaltador fucsia, pero que va, el tiempo te va comiendo la memoria, el cansancio se absorbe la inspiración y la rutina de las pautas termina destrozando todo interés por innovar. Ya no te tomas tiempo para escribir tus notas, sino que te sientas como un autómata a vomitar todo lo que dijo la fuente. Te conviertes en repetidor de citas. Hasta podrías cobrar por eso, como recordatorio de las frases más relevantes de algún ministro, de algún vendedor, del presiente…Ya no eres un escritor de historias, mutas a un escritor de caracteres, mientras el intrépido periodista que soñaste ser se va convirtiendo en un burócrata más, en un hacedor de titulares rimbombantes. ¿Qué dónde quedan las historias? Quizás escritas en algún blog, o en alguna crónica que aun no se ha publicado.
Como escribió Orhan Pamuk en su libro “Me llamo rojo”: "Si no quieres que el arte y la pintura de decepcionen, mejor que no se te ocurra verlos como una profesión. Por mucha habilidad y condiciones que tengas, busca el dinero y el poder en otro lugar, de manera que, al no recibir la justa compensación por tu habilidad y tu trabajo, no llegues a odiar el arte".
Como ven, la costumbre de citar no se ha ido del todo.
Para terminar el cuento, ese día terminé de escribir a las nueve de la noche, con sólo dos correcciones de las notas por parte de la editora en jefe y tres modificaciones hechas por el corrector de estilo. Por comentarios de mis compañeras, al parecer, en mi primer día salí bien librada, aunque nunca se explicaron por qué me habían mandado a cubrir sucesos. Pero bueno, fue tremenda experiencia.
* concepto cortesía de tía Wiki.
jueves, 23 de septiembre de 2010
¿La cocina? Definitivamente, no es lo mio
Suele ser de esa gente que confiesa muchas cosas: me gusta bailar, tardo demasiado en el baño, amo la música, pero odio la cocina. Hay gente que simplemente no sabe cocinar, y listo, son felices. La verdad, es que los pocos intentos que he hecho en la cocina me han salido, digamos, aceptables, y eso parece ser el único requisito indispensable para ataviarme un delantal y empezar a cocinar. El problema, fundamental, estriba en mi poco interés por convertirme en una respetable ama de casa cuya comida hace salivar hasta a los más exigentes paladares. Y mi negativa no tiene nada que ver con preceptos feministas ni nada, simplemente no me gusta cocinar. Así como hay gente que no le gusta leer porque le da sueño, o que no les gusta bailar porque le da pena, a mi no me gusta la cocina. No le encuentro atractivo alguno a pasar horas frente a la hornilla, tratando que una mezcla luzca apetitosa. Mi esposo, por ejemplo, se le da muy bien esta faceta. Prepara con dedicación sabrosos platos, sin poner reparo a la cantidad de tiempo que invierte en ello. Eso es pasión por lo que hace, y es esa misma pasión que muere cada vez que intento preparar algún plato. En la vida hay que ser realistas, si algo no te gusta no veo el por qué debamos hacerlo. Hace mucho tiempo, específicamente cuando tenía 12 años, leí “El arte de amargarse la vida”, un libro escrito por Paul Watzlawick que en su momento me hizo reír a carcajadas con el cuento del clavo y el vecino. Palabras más, palabras menos, el texto trata de esa habilidad que tenemos los seres humanos de armarnos mini infiernos en nuestra vidas, con el único objetos de ser infelices, a ratos. Aunque suene descabellado, las 23 horas al día tratamos incansablemente de sabotearnos la vida, de escamotearnos la sonrisa bajo algún pretexto: “Yo lo amo, pero no podemos estar juntos”; “Decidimos separarnos, ya no seremos novios, seremos amigos”; “Odio cocinar pero me inscribí en un curso para chef”. Por eso trato de ser sincera. Lo primero que supo mi esposo de mí cuando me conoció es que entre mis múltiples habilidades no está la de cocinera. Sabe de sobre mi capacidad innata de quemar cuanta cosa haga, por muy sencilla que sea. Está acostumbrado a cocinar para dos y, al parecer, esto le hace feliz (por lo menos eso dice).
martes, 7 de septiembre de 2010
Entre líneas
"Si no quieres que el arte y la pintura de decepcionen, mejor que no se te ocurra verlos como una profesión. Por mucha habilidad y condiciones que tengas, busca el dinero y el poder en otro lugar, de manera que, al no recibir la justa compensación por tu habilidad y tu trabajo, no llegues a odiar el arte".
Fragmento de "Me llamo Rojo" de Orhan Pamuk.
Fragmento de "Me llamo Rojo" de Orhan Pamuk.
martes, 17 de agosto de 2010
Rendición de cuentas
Seis meses, aproximadamente, estuve lejos de aquí. La vida gira muy rápido, sobre todo cuando no se tiene un norte bien definido. Llegué a la Isla con más miedo que ganas, y desde que me bajé del Ferry no he parado. No es escusa para no haber escrito desde hace tanto tiempo, pero la verdad que escribir por escribir cualquier cosa no es lo mío. Necesitaba tiempo, ganas, inspiración, energía. Ahora las tengo todas.
En estos seis meses he hecho de todo, desde hacer las veces de una esposa moderna, hasta acostumbrarme al ritmo acompasado con el que se vive en una zona insular.
Entre las cosas que me han dejado mayores experiencias y comentarios de sobremesa fue mi aterrizaje a un diario regional. Allí llegué con la intensión de probar mi talento, arriesgarme, hacer otra cosa distinta y, de plano, complicada. Lo hice y me gustó. Pero como todo en la vida suele ser medio borrascoso, mi estadía allí también me despertó una inmensa ira hacia el trato que reciben los periodistas que trabajan en un medio impreso.
Nunca será igual que los demás te digan que trabajar en un periódico es difícil hasta que por suerte te toca pisar uno. Lo digo: trabajar en un periódico es lo más fuerte que me ha tocado hacer en la vida (ojo, mi desarrollo profesional no ha sido lo más fácil del mundo). La exigencia es abismal, el ritmo de trabajo es enloquecedor y el salario empobrece los activos. Es una desazón moral que te corroe cada vez que cobras una quincena. Yo sabía que ser periodista no me haría rica, pero coño, tampoco así.
Pues bien, se esa experiencia aprendí dos cosas: 1. ya puedo trabajar en lo que quiera, pues soportar cinco meses en una sala de redacción donde sólo habían 3 periodistas más me hace una dura en lo que hago; 2. no pienso aceptar un trabajo en donde insulten mi título y mi trabajo con un sueldo miserable. No me da la gana. Merezco ganar bien porque hago mi trabajo bien. Merezco poder comprarme, aunque sea, un buen libro después de un arduo mes de trabajo. Y resuelvo: si todos los periodistas exigiéramos lo que nos corresponde, no hubiese colegas ejerciendo cinco cargos a la vez por tan sólo 1500 bolívares.
domingo, 25 de abril de 2010
lunes, 8 de marzo de 2010
Ser pobre no es ser ladrón
Mis padres siempre fueron muy humildes. Trabajaron para darme todo lo que hoy con orgullo llevo: la vida y mi nombre. No puedo decir que pasé trabajo ni que mendigue un mendrugo de pan, pero si viví con austeridad, desde mi sencillo apartamento en los Jardines del valle, con la montaña de cerros dándome los buenos días y recordándome, siempre, lo que soy y de donde vengo.
Mi madre. Una asistente de farmacia que tuvo la dicha de trabajar en una institución seria, en la cual logró pedir prestamos a diestra y siniestra para “bandearse”. Mi padre, un comerciante de profesión, que por venturas de la vida tuvo que asirse de un volante y recorrer los recovecos de una ciudad a la que amaba profundamente. Esos fueron mis ejemplos.
Cuando nací, gracias la LPH de mi mamá, lograron comprar el humilde apartamento de 3 habitaciones y un baño, nada de jacuzzi ni maleteros. Decidieron mudarse a un sitio más cómodo, y darle a sus hijas un lugar más seguro en donde vivir, un poco más “seguro” que las veredas de Coche.
Mis padres pasaron 5 años pagando, religiosamente, las cuotas del apartamento; tanta era la pelazón que ni fotos a la niña recién nacida pudieron tomarle (si, sólo tengo una foto tipo carnet en la que salgo bastante fea, gracias). Con los años, el fairlane 500 con el que taxiaba mi padre comenzó a fallar y mi mamá, siempre sabia, decidió buscar un crédito para un carrito nuevo. Fue así como tuvimos el corsita 2001, sencillo, sin aire ni asientos de cuero, pero que nos daría de comer.
A mis 20 años, mis padres habían compilado una apartamento y un carro nuevo, que servirían para nuestro futuro” (conste en acta que estas son palabras fidedignas de ellos), nada con el que uno pueda decir “Guau, soy rica”, pero el esfuerzo y tenacidad por dejarle una base económica a sus hijas es algo que vale más que todo el Vaticano junto.
Hace dos años, mi padre murió y su carrito corsa quedó estacionado por algún tiempo, hasta que las heridas sanaran, o hasta que la humedad le borrara su olor impregnado en los asientos; porque si hay vaina jodida en este mundo es pernoctar entre el olor fermentado y la ausencia del ser que amas.
El carrito sigue allí, esperando que algún día mis manos tengan el valor de agarrar el volante que le perteneció y que mi espalda roce el asiento que él por tanto tiempo tocó.
….
Ayer, leyendo el periódico aparecía una noticia sobre las propiedades de la familia Quintero y de cómo le habían quitado la hacienda que por años le había pertenecido. No pude dejar de prensar en el carrito de mi papá. Sentí como si me oprimían el pecho, sentí miedo. Y sentí miedo, porque si algo amo en la vida son las cosas que me recuerdan a él: su gorra del Caracas, sus cassette de gaitas, las tres camisas que aún conservan su humor, y ese carrito que el cuidó como a su vida.
Me imaginé el dolor de esa familia, el sentimiento de impotencia y de ira que debe estar carcomiendo sus entrañas e, irremediablemente, pensé en el carrito, en la rabia profunda que sentiría si me lo quitaran, así como así, porque alguien extraño decide que no le doy el uso correcto o porque hay personas que lo necesitan más que yo.
Al menos en este post, no voy a analizar si realmente tienen justificación legal para tal medida, o si la familia Quintero es una burguesa asquerosa que esclavizó a toda una población, ya el tiempo lo dirá; lo que pretendo reflejar es que nadie tiene derecho a quitarte lo que con esfuerzo conseguiste, no es justo que se hagan de algo que te pertenece, a lo que amas por medio de argumentos fútiles. Que alguien venga, de la noche a la mañana, y te diga que tu apartamento ya no es tuyo porque una familia no tiene donde vivir y necesitan un techo. No es justo, que se metan en tu casa, armados hasta los dientes, y te saquen como un vulgar ladrón de lo que es tuyo. No es justo, y que no me vengan con la proclama falsa y maniquea “Ellos son pobres y no tienen donde vivir”, porque mis padres fueron unos marabinos pobres y sin estudios, que llegaron a Caracas en busca de una mejor vida, que pelaron bastante bola, que sudaron bastante para darnos, a mi hermana y a mí, lo que podían. Ellos no agarraron como escusa su pobreza para robar y arrebatar.
La pobreza no es una mancha o un estigma, al contrario, es un aliciente para impulsarte, para obligarte a mejorar, a echar para adelante. La pobreza es una condición que te obliga a salir en pie o refugiarte como rémora, esperando que otros te resuelvan la vida.
Mi madre. Una asistente de farmacia que tuvo la dicha de trabajar en una institución seria, en la cual logró pedir prestamos a diestra y siniestra para “bandearse”. Mi padre, un comerciante de profesión, que por venturas de la vida tuvo que asirse de un volante y recorrer los recovecos de una ciudad a la que amaba profundamente. Esos fueron mis ejemplos.
Cuando nací, gracias la LPH de mi mamá, lograron comprar el humilde apartamento de 3 habitaciones y un baño, nada de jacuzzi ni maleteros. Decidieron mudarse a un sitio más cómodo, y darle a sus hijas un lugar más seguro en donde vivir, un poco más “seguro” que las veredas de Coche.
Mis padres pasaron 5 años pagando, religiosamente, las cuotas del apartamento; tanta era la pelazón que ni fotos a la niña recién nacida pudieron tomarle (si, sólo tengo una foto tipo carnet en la que salgo bastante fea, gracias). Con los años, el fairlane 500 con el que taxiaba mi padre comenzó a fallar y mi mamá, siempre sabia, decidió buscar un crédito para un carrito nuevo. Fue así como tuvimos el corsita 2001, sencillo, sin aire ni asientos de cuero, pero que nos daría de comer.
A mis 20 años, mis padres habían compilado una apartamento y un carro nuevo, que servirían para nuestro futuro” (conste en acta que estas son palabras fidedignas de ellos), nada con el que uno pueda decir “Guau, soy rica”, pero el esfuerzo y tenacidad por dejarle una base económica a sus hijas es algo que vale más que todo el Vaticano junto.
Hace dos años, mi padre murió y su carrito corsa quedó estacionado por algún tiempo, hasta que las heridas sanaran, o hasta que la humedad le borrara su olor impregnado en los asientos; porque si hay vaina jodida en este mundo es pernoctar entre el olor fermentado y la ausencia del ser que amas.
El carrito sigue allí, esperando que algún día mis manos tengan el valor de agarrar el volante que le perteneció y que mi espalda roce el asiento que él por tanto tiempo tocó.
….
Ayer, leyendo el periódico aparecía una noticia sobre las propiedades de la familia Quintero y de cómo le habían quitado la hacienda que por años le había pertenecido. No pude dejar de prensar en el carrito de mi papá. Sentí como si me oprimían el pecho, sentí miedo. Y sentí miedo, porque si algo amo en la vida son las cosas que me recuerdan a él: su gorra del Caracas, sus cassette de gaitas, las tres camisas que aún conservan su humor, y ese carrito que el cuidó como a su vida.
Me imaginé el dolor de esa familia, el sentimiento de impotencia y de ira que debe estar carcomiendo sus entrañas e, irremediablemente, pensé en el carrito, en la rabia profunda que sentiría si me lo quitaran, así como así, porque alguien extraño decide que no le doy el uso correcto o porque hay personas que lo necesitan más que yo.
Al menos en este post, no voy a analizar si realmente tienen justificación legal para tal medida, o si la familia Quintero es una burguesa asquerosa que esclavizó a toda una población, ya el tiempo lo dirá; lo que pretendo reflejar es que nadie tiene derecho a quitarte lo que con esfuerzo conseguiste, no es justo que se hagan de algo que te pertenece, a lo que amas por medio de argumentos fútiles. Que alguien venga, de la noche a la mañana, y te diga que tu apartamento ya no es tuyo porque una familia no tiene donde vivir y necesitan un techo. No es justo, que se metan en tu casa, armados hasta los dientes, y te saquen como un vulgar ladrón de lo que es tuyo. No es justo, y que no me vengan con la proclama falsa y maniquea “Ellos son pobres y no tienen donde vivir”, porque mis padres fueron unos marabinos pobres y sin estudios, que llegaron a Caracas en busca de una mejor vida, que pelaron bastante bola, que sudaron bastante para darnos, a mi hermana y a mí, lo que podían. Ellos no agarraron como escusa su pobreza para robar y arrebatar.
La pobreza no es una mancha o un estigma, al contrario, es un aliciente para impulsarte, para obligarte a mejorar, a echar para adelante. La pobreza es una condición que te obliga a salir en pie o refugiarte como rémora, esperando que otros te resuelvan la vida.
viernes, 5 de marzo de 2010
La niña más tremenda de la casa
El antecedente de una hermana tranquila y obediente, marcaron mis primero años de vida. No recuerdo muy bien mis travesuras, pero tengo unas piezas inconexas en mi cabeza que se han formado a través de los cuentos familiares. Mi madre siempre cuenta que a los cinco años tuvo que llevarme al psicólogo, pues necesitaba entender por qué mi comportamiento era tan descontrolado si mi hermana mayor siempre fue, digamos, “juiciosa”.
En plena cita con el psicólogo de la universidad, no paré de subirme y bajarme, como un resort0e, de las sillas. Mientras mi mamá hacía actos desesperados para que dejara de brincar por todo el consultorio, yo no dejaba de menarme cual trompo por todo el lugar. Sin embargo, cuenta mi madre, que la doctora permanecía callada, con la mirada fija en mis movimientos, esperando que el efecto normal del cansancio hiciera mella en mi excesiva energía.
Para mi madre fueron los 30 minutos más insoportables de la historia. Aunque me había llevado para allá por mi desenfrenada inquietud, algo es su rezagada fe le decía que yo podría portarme bien en la cita médica, cosa que muy a su pesar no sucedió. Al parecer me lo advirtió antes de salir: “Hija, por favor, trata de no portarte mal. Hazlo por mami, ¿si?”. A lo que yo, presuntamente, respondí: “Claro mami, me portaré bien, como siempre”. Ante esa repuesta, creo que mi madre no quedó muy contenta, por lo que ahora, a uno cuantos años después, no entiendo cuál fue su sorpresa con mi comportamiento.
Vamos, digo yo ahora, ¿acaso no me llevó porque me estaba portando mal? Entonces, ¿por qué esperaba otro comportamiento de mí? La idea era que la doctora se fijara en lo inquieta, dispersa y tremenda que era la pequeña niña, ¿no?.
Pues bien, sigamos el relato. En la cita, no sólo me encaramé en la silla, también canté, bailé y hasta grité. La doctora, por su parte, me miraba con inquietud, anotaba en su cuaderno y echaba sonrisas de soslayo. ¿Qué cómo supe eso? Pues mi madre me lo contó.
La doctora se reía y me miraba. El diagnóstico fue desolador para mi mamá, al menos eso creo yo, pues ella esperaba que la doctora diera un cuadro similar a esto. “Exceso de dulce, redúzcale dosis de chocolate y malta; dele bebidas con agua de lechuga y trate de meterla en algún deporte de alto contacto”. En lugar de eso, la doctora solo dijo: “La niña está perfecta, tiene una dieta balanceada, duerme lo necesario y su actividad física es la indicada. Sólo es tremenda y le gusta jugar”.
Mi madre salió ofendida, perdió toda una tarde, gastó un dineral en comida y dulce para mi hermana y para mí, mientras la doctora sólo le dijo “La niña es tremenda”…. “De bolas que es tremenda – decía mi madre- si fuese una tranquilita no la traigo al psicólogo ¿No cree?
De ese episodio, solo recuerdo el final, cuando mi madre asió su cartera y me agarró de un brazo, mientras mascullaba algunas frases que se perdían en el aire. ¿Qué donde estaba mi hermana? Pues callada, y siempre “juiciosa” de la mano de mi mamá.
COMING SOON...
En plena cita con el psicólogo de la universidad, no paré de subirme y bajarme, como un resort0e, de las sillas. Mientras mi mamá hacía actos desesperados para que dejara de brincar por todo el consultorio, yo no dejaba de menarme cual trompo por todo el lugar. Sin embargo, cuenta mi madre, que la doctora permanecía callada, con la mirada fija en mis movimientos, esperando que el efecto normal del cansancio hiciera mella en mi excesiva energía.
Para mi madre fueron los 30 minutos más insoportables de la historia. Aunque me había llevado para allá por mi desenfrenada inquietud, algo es su rezagada fe le decía que yo podría portarme bien en la cita médica, cosa que muy a su pesar no sucedió. Al parecer me lo advirtió antes de salir: “Hija, por favor, trata de no portarte mal. Hazlo por mami, ¿si?”. A lo que yo, presuntamente, respondí: “Claro mami, me portaré bien, como siempre”. Ante esa repuesta, creo que mi madre no quedó muy contenta, por lo que ahora, a uno cuantos años después, no entiendo cuál fue su sorpresa con mi comportamiento.
Vamos, digo yo ahora, ¿acaso no me llevó porque me estaba portando mal? Entonces, ¿por qué esperaba otro comportamiento de mí? La idea era que la doctora se fijara en lo inquieta, dispersa y tremenda que era la pequeña niña, ¿no?.
Pues bien, sigamos el relato. En la cita, no sólo me encaramé en la silla, también canté, bailé y hasta grité. La doctora, por su parte, me miraba con inquietud, anotaba en su cuaderno y echaba sonrisas de soslayo. ¿Qué cómo supe eso? Pues mi madre me lo contó.
La doctora se reía y me miraba. El diagnóstico fue desolador para mi mamá, al menos eso creo yo, pues ella esperaba que la doctora diera un cuadro similar a esto. “Exceso de dulce, redúzcale dosis de chocolate y malta; dele bebidas con agua de lechuga y trate de meterla en algún deporte de alto contacto”. En lugar de eso, la doctora solo dijo: “La niña está perfecta, tiene una dieta balanceada, duerme lo necesario y su actividad física es la indicada. Sólo es tremenda y le gusta jugar”.
Mi madre salió ofendida, perdió toda una tarde, gastó un dineral en comida y dulce para mi hermana y para mí, mientras la doctora sólo le dijo “La niña es tremenda”…. “De bolas que es tremenda – decía mi madre- si fuese una tranquilita no la traigo al psicólogo ¿No cree?
De ese episodio, solo recuerdo el final, cuando mi madre asió su cartera y me agarró de un brazo, mientras mascullaba algunas frases que se perdían en el aire. ¿Qué donde estaba mi hermana? Pues callada, y siempre “juiciosa” de la mano de mi mamá.
COMING SOON...
sábado, 20 de febrero de 2010
Caracas me susurra al oído
Lo confieso, extraño a mi ciudad. Me costó mucho reconocerlo, pues eso pondría en tela de juicio mi salud mental. Lo cierto del caso es que extraño, inexplicablemente, ese caos rodeado de tanto Ávila y tanto cielo bonito. Reconozco, sin embargo, que la tranquilidad y el silencio son indispensables para levantarse en la mañana con ganas de sonreírle a la vida. Lamentablemente, tanto silencio y paz emigraron, desde hace tiempo, muy lejos de Caracas y juraron no volver.
Vamos, seamos sinceros, levantarse en las mañanas con el incesante corneteo de los carros dándote los buenos días, le quita la sonrisa de la cara hasta al más optimista. Pero Caracas es así, todo un misterio, porque por más que te sabotee la sonrisa y te escamotea la felicidad con todo su desorden, no hay manera de dejarla de querer y hasta extrañar.
Recuerdo mi viaje a Bogotá, una ciudad de un silencio sublime y hasta irreal, en donde nadie grita “En la parada” o “Dame un marroncito ahí”; una ciudad en donde la gente espera la luz del semáforo para cruzar, y los motorizados van del lado derecho de las vías. Sin embargo, y ante un paisaje mágico y soñado, mi amiga y yo no parábamos de comparar las calles con las de Caracas. Montadas el TransMilenio (la quimera con nombre de Bus Caracas) íbamos buscándole el parecido con algún paisaje capitalino: “Mira, aquella esquina se parece al centro”-decía M con total alegría- “Ves, esta se parece a una esquina de San Martín”- le respondía yo” “Mira, Caracas es más bonita vista desde el Ávila- dijimos al unísono, mientras mirábamos Bogotá encaramadas en la Monserrate.
Caracas, nos susurraba al oído.
Si, era una rutina un poco desquiciada, pero nos hacía sentir un pedacito de nuestra ciudad guardada en el bolsillo, en el corazón, en la conciencia.
Aquí en Margarita la tranquilidad es palpable y hasta absurda, tomando en cuenta que es parte de Venezuela; las colas son reflejo de las temporadas turísticas, y el tiempo te alcanza para hacer justo lo que querías, sin salir con 3 horas de anticipación. Por ejemplo, si tengo que llegar a una cita a las 2 de la tarde, no salgo a las 12 de mi casa para poder llegar temprano, tan sólo espero 20 minutos antes de la hora pautada y listo, llego a tiempo y hasta me da chance de tomarme un café.
Sin embargo, Caracas me susurra en el oído.
La semana pasada, mi esposo y yo queríamos comer Cinarrol, si, esos simples enrollados de harina y canela que se me quedan acumulados en los extremos de las caderas y son tan difíciles de sacar con tan solo una dieta, pero como en Laisla hay un solo Cinnamon Roll, la cola para comprarlos era infernal. Obvio que el problema no era la cola, pues en Caracas se debe hacer cola hasta para entrar a un hotel, el asunto, el meollo, son las cortas posibilidades que estaban en la mano: o comíamos allí o simplemente no se comía nada, así de sencillo, no había para donde agarrar. Por su puesto, cuando llegamos a la caja ya no había el roll que queríamos y nos quedamos con las ganas. En medio de mi rabia, y con ganas de agarrar el primer avión hacia “la capital”, grite en pleno Sambil: “ ¿Ves? En Caracas hay mil quinientos Cinnamon y mil centros comerciales en donde irlos a comprar. Que cagada e’ pueblo”.
Otra vez mi ciudad me susurraba al oído “Nunca podrás olvidarme”.
La verdad es que en Margarita tiene muchas cosas: un solo cine (en 2 meses que tengo aquí, no he podido ir al cine porque se agotan las entradas incluso antes de comenzar a venderlas), dos restaurant que venden sushi, ni un solo Ashanti y cuatro Farmatodo…. De allí, solo el mar abriéndote los brazos, restaurantes con precios insólitos, un espléndido puerto libre y cualquier cantidad de discotecas que te hacen un poquito feliz la vida. El precio de la variedad se paga con la posibilidad de manejar a 80 kilómetros por hora a las 8 am.
Igual Caracas me sonríe, me pica el ojo con malicia, me saluda y me invita a volver, porque si algo tiene ella es que para el sitio al que te vayas siempre te susurrará en el oído: “Caracas es Caracas y lo demás es monte y culebras”.
jueves, 21 de enero de 2010
Historias de una tragedia
Nació en Puerto Príncipe, y desde pequeño su madre lo convirtió en devoto de la Virgen del Perpetuo Socorro. A ella rezaba todas las noches antes de acostarse. A ella rezó esa noche mientras veía su casa en ruinas.
Entre canto y alabanzas, recuerda los segundos que le arrancaron las esperanzas como quien le quita la piel a un conejo para luego engullirlo con total desesperación.
Su rostro no muestra lágrimas, pues en medio de su fe estaba convencido que la fuerza divina había mandado esa insondable prueba. Sólo pide que su Santa Madre hubiese muerto rápido y sin sentir mucho dolor.
*******************
Mientras el sol tostaba su piel, René recogió fragmentos soterrados bajo los escombros para darle un refugio a su pequeña hija de 3 años. Logró sacarla del cuarto antes de que el techo cayera en la única cama de los 50 metros que formaban su hogar. La niña no quiere comer, sólo llama a su madre con gritos desgarradores. Ella no está…murió esperando ayuda.
René la deja sola, pues el camión que surte los alimentos pasa por Cabo haitiano a las 5 pm para dejar los alimentos. Tiene que pelar con 50 hombres, 50 hermanos, para llevar un plato de lentejas.
*******************
Decidió partir de Haití. Cada vez que siente un leve movimiento de tierra, se lanza al suelo y reza a Dios. Perdió todo en la tarde de ese martes, su esposo, su hijo, su casa, su vida. Voltea y solo ve destrucción, robos y miseria humana, de esas miserias que obligan a un hombre a robarle la ropa a una familia pobre, se esas miserias que te hacen sentir pena y dolor.
Con un trozo de tierra en la mano, se monta en un buque dominicano que la llevará al recuerdo y a la soledad.
******************
Tiene 12 años y busca incansablemente a su familia. Estaba dormido cuando un árbol tumbó la mitad de su casa. Salió corriendo despavorido y no recordó que sus padres dormían en el cuarto contiguo. Tiene esperanza de encontrarlos. Ya no reza, ya no cree en Dios…No entiende porque a su pueblo lo sacudió tan brutal embestida. Bastante tienen con la pobreza inoxidable que llevan tatuados en la espalda desde su nacimiento.
Vaga por el oeste de Puerto Príncipe. No habla con nadie. No quiere comer, sólo quiere encontrar los restos de sus seres queridos.
Entre canto y alabanzas, recuerda los segundos que le arrancaron las esperanzas como quien le quita la piel a un conejo para luego engullirlo con total desesperación.
Su rostro no muestra lágrimas, pues en medio de su fe estaba convencido que la fuerza divina había mandado esa insondable prueba. Sólo pide que su Santa Madre hubiese muerto rápido y sin sentir mucho dolor.
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Mientras el sol tostaba su piel, René recogió fragmentos soterrados bajo los escombros para darle un refugio a su pequeña hija de 3 años. Logró sacarla del cuarto antes de que el techo cayera en la única cama de los 50 metros que formaban su hogar. La niña no quiere comer, sólo llama a su madre con gritos desgarradores. Ella no está…murió esperando ayuda.
René la deja sola, pues el camión que surte los alimentos pasa por Cabo haitiano a las 5 pm para dejar los alimentos. Tiene que pelar con 50 hombres, 50 hermanos, para llevar un plato de lentejas.
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Decidió partir de Haití. Cada vez que siente un leve movimiento de tierra, se lanza al suelo y reza a Dios. Perdió todo en la tarde de ese martes, su esposo, su hijo, su casa, su vida. Voltea y solo ve destrucción, robos y miseria humana, de esas miserias que obligan a un hombre a robarle la ropa a una familia pobre, se esas miserias que te hacen sentir pena y dolor.
Con un trozo de tierra en la mano, se monta en un buque dominicano que la llevará al recuerdo y a la soledad.
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Tiene 12 años y busca incansablemente a su familia. Estaba dormido cuando un árbol tumbó la mitad de su casa. Salió corriendo despavorido y no recordó que sus padres dormían en el cuarto contiguo. Tiene esperanza de encontrarlos. Ya no reza, ya no cree en Dios…No entiende porque a su pueblo lo sacudió tan brutal embestida. Bastante tienen con la pobreza inoxidable que llevan tatuados en la espalda desde su nacimiento.
Vaga por el oeste de Puerto Príncipe. No habla con nadie. No quiere comer, sólo quiere encontrar los restos de sus seres queridos.
miércoles, 6 de enero de 2010
Cita de un poeta bogotano
Ahora que los ladros perran, ahora que los cantos gallan, ahora que albando la toca las altas suenas campanan; y que los rebuznos burran y que los gorjeos pájaran, y que los silbos serenan y que los gruños marranan, y que la aurorada rosa los extensos doros campa, perlando líquidas viertas cual yo lágrimo derramas y friando de tirito si bien el abrasa almada, vengo a suspirar mis lanzos ventano de tus debajas.
Por José Manuel Marroquín.
Por José Manuel Marroquín.
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