Ataviada con tacones de punta y un vestido que caía ligero sobre sus muslos, caminaba por Sabana Grande moviendo su cabello al viento capitalino. Tenía un tumbao, unos meneos de cadera que simulaban a una bailarina de salsa cubana. Piernas, brazos, todos juntos al compás de una melodía que sólo sonaba en su cabeza.
Siempre había soñado con ser bailarina, pero no de esas que se ponían tutú y hacían un glisser o un elancé, sino de las que se contoneaban con fuerza, llenos de movimientos rápidos y sexuales.
Practicaba sus lecciones todas las mañanas en un viejo gimnasio, rodeado de espejos que le mostraban diferentes ángulos de su cuerpo; y por la noche, repetía a la perfección cada paso, cada movimiento en una night club.
Aunque de pequeña la bautizaron como Carmen, había cambiado su nombre por uno más artístico, haciéndose llamar Penélope, la diosa de las curvas.
Penélope, de un rojo intenso, encendía y apagaba en la entrada del local. Ella era la sensación, algo más que la estrella de la noche, era, sin duda, la más solicitada.
…
Esa mañana había decido cortarse el cabello. Salió temprano, dio un beso a su mujer en la mejilla y le dejó una nota: “Ahora me toca a mi reina. Hoy llego tarde del trabajo. Te amo”. Montó su vehículo y fue a la peluquería de costumbre. Al llegar, saludó a Isadora, un travesti que, como muchos otros, había decido escoger la peluquería como profesión.
Lo saludaba con distancia, aludiendo que un banquero no podía mantener conversaciones con una mariquita.
A Isadora parecía no importarle, y lo agarraba tratando de abrirle un botón de la camisa haciendo jueguitos con los dedos en su pecho peludo. Le decía, de cariño, el Osito Serio.
Salió tan rápido como pudo de la peluquería, dejando una nota en el pecho de Isadora; se puso una chaqueta con gorro, cubriéndose la cabeza, como queriendo pasar inadvertido entre la gente.
Llegó casi corriendo, mientras aferraba la cara entre el gorro, juntando ambos puños y dejando ver solo sus ojos. Entró y comenzó a recorrer todos los pasillos, uno por uno, ya sin prisa, viendo cada objeto con suma delicadeza, detallando las figuras fálicas, los látigos en combo con las esposas.
Salió, se cubrió la cabeza y se introdujo en su carro, feliz por las nuevas adquisiciones eróticas y por la gran noche que le esperaba.
…
Había nacido como Carlos, pero a los 13 años, en homenaje a la bailarina estadounidense, lo cambió por Isadora y se dejó invadir por las lentejuelas del mundo gay. Bailaba mejor que cualquier mujer, y su cuerpo había adquirido, en algunas zonas, formas femeninas, llegando a confundir a más de uno.
Esa mañana, cuando lo vio entrar, siempre serio y gélido de trato, sintió unas inmensas ganas de desistir, de no aguantar un solo maltrato más. No es fácil recibir oprobios del hombre que más has amado en tu vida y tener que soportarlo callado.
Aferrado de su camisa y apunto de escupir sus sentimientos en la cara del victimario, sintió la mano de éste dejándole una nota dentro del sostén.
Corrió al baño, y cuando hubo terminado de leerlo, una lágrima bajaba por la comisura de sus labios, decorando la línea que formaba una sonrisa.
“Te espero en el night club de la castellana. No llegues tarde, esta noche será inolvidable”, se corrían a los largo del papel.
Siempre había soñado con ser bailarina, pero no de esas que se ponían tutú y hacían un glisser o un elancé, sino de las que se contoneaban con fuerza, llenos de movimientos rápidos y sexuales.
Practicaba sus lecciones todas las mañanas en un viejo gimnasio, rodeado de espejos que le mostraban diferentes ángulos de su cuerpo; y por la noche, repetía a la perfección cada paso, cada movimiento en una night club.
Aunque de pequeña la bautizaron como Carmen, había cambiado su nombre por uno más artístico, haciéndose llamar Penélope, la diosa de las curvas.
Penélope, de un rojo intenso, encendía y apagaba en la entrada del local. Ella era la sensación, algo más que la estrella de la noche, era, sin duda, la más solicitada.
…
Esa mañana había decido cortarse el cabello. Salió temprano, dio un beso a su mujer en la mejilla y le dejó una nota: “Ahora me toca a mi reina. Hoy llego tarde del trabajo. Te amo”. Montó su vehículo y fue a la peluquería de costumbre. Al llegar, saludó a Isadora, un travesti que, como muchos otros, había decido escoger la peluquería como profesión.
Lo saludaba con distancia, aludiendo que un banquero no podía mantener conversaciones con una mariquita.
A Isadora parecía no importarle, y lo agarraba tratando de abrirle un botón de la camisa haciendo jueguitos con los dedos en su pecho peludo. Le decía, de cariño, el Osito Serio.
Salió tan rápido como pudo de la peluquería, dejando una nota en el pecho de Isadora; se puso una chaqueta con gorro, cubriéndose la cabeza, como queriendo pasar inadvertido entre la gente.
Llegó casi corriendo, mientras aferraba la cara entre el gorro, juntando ambos puños y dejando ver solo sus ojos. Entró y comenzó a recorrer todos los pasillos, uno por uno, ya sin prisa, viendo cada objeto con suma delicadeza, detallando las figuras fálicas, los látigos en combo con las esposas.
Salió, se cubrió la cabeza y se introdujo en su carro, feliz por las nuevas adquisiciones eróticas y por la gran noche que le esperaba.
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Había nacido como Carlos, pero a los 13 años, en homenaje a la bailarina estadounidense, lo cambió por Isadora y se dejó invadir por las lentejuelas del mundo gay. Bailaba mejor que cualquier mujer, y su cuerpo había adquirido, en algunas zonas, formas femeninas, llegando a confundir a más de uno.
Esa mañana, cuando lo vio entrar, siempre serio y gélido de trato, sintió unas inmensas ganas de desistir, de no aguantar un solo maltrato más. No es fácil recibir oprobios del hombre que más has amado en tu vida y tener que soportarlo callado.
Aferrado de su camisa y apunto de escupir sus sentimientos en la cara del victimario, sintió la mano de éste dejándole una nota dentro del sostén.
Corrió al baño, y cuando hubo terminado de leerlo, una lágrima bajaba por la comisura de sus labios, decorando la línea que formaba una sonrisa.
“Te espero en el night club de la castellana. No llegues tarde, esta noche será inolvidable”, se corrían a los largo del papel.
….
Se levantó con la pesadez de siempre. Preparó café y leyó la nota de su esposo. “Ahora me toca a mí”. Sintió una bofetada, de esas que te dejan en el sitio, que te toman por sorpresa. “¿Es una venganza?”, se preguntó. Una espacie de culpa le recorría el cuerpo, y un leve temblor en el estomago le hizo recordar los años de mentira.
Sin duda lo amaba, pero, por alguna extraña razón, el tongonear su cuerpo ante los ojos morbosos de otros hombres le producía un éxtasis extraño, insondable. Lo había intentado dejar varias veces, especialmente, cuando lo conoció pero reincidía una y otra vez, y con el tiempo se hizo experta en la mentira. Maestra del baile y del engaño.
De día era Carmen: la esposa, la mujer del banquero, la perfecta; de noche, sus piernas cubiertas por medias negras la convertían en Penélope: la diosa de las curvas, la infiel, la zorra.
...
Había sillas por doquier, una tarima adornaba el centro del lugar y unas barras la atravesaban, uniendo en techo con el suelo. Luces , hombres borrachos depositaban sus quincenas en la ropa interior de las bailarinas.
En otro bar, de cualquier parte de la ciudad, en la barra, las travestis se sentaban en las piernas de los clientes, mientras los besaban.
En una esquina, cobijados en la oscuridad, el esposo, el banquero, osito serio se dejaba seducir por Carlos, el peluquero, la mariquita, Isadora sin complejos, sin miedos, invadidos…
Se levantó con la pesadez de siempre. Preparó café y leyó la nota de su esposo. “Ahora me toca a mí”. Sintió una bofetada, de esas que te dejan en el sitio, que te toman por sorpresa. “¿Es una venganza?”, se preguntó. Una espacie de culpa le recorría el cuerpo, y un leve temblor en el estomago le hizo recordar los años de mentira.
Sin duda lo amaba, pero, por alguna extraña razón, el tongonear su cuerpo ante los ojos morbosos de otros hombres le producía un éxtasis extraño, insondable. Lo había intentado dejar varias veces, especialmente, cuando lo conoció pero reincidía una y otra vez, y con el tiempo se hizo experta en la mentira. Maestra del baile y del engaño.
De día era Carmen: la esposa, la mujer del banquero, la perfecta; de noche, sus piernas cubiertas por medias negras la convertían en Penélope: la diosa de las curvas, la infiel, la zorra.
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Había sillas por doquier, una tarima adornaba el centro del lugar y unas barras la atravesaban, uniendo en techo con el suelo. Luces , hombres borrachos depositaban sus quincenas en la ropa interior de las bailarinas.
En otro bar, de cualquier parte de la ciudad, en la barra, las travestis se sentaban en las piernas de los clientes, mientras los besaban.
En una esquina, cobijados en la oscuridad, el esposo, el banquero, osito serio se dejaba seducir por Carlos, el peluquero, la mariquita, Isadora sin complejos, sin miedos, invadidos…
Al frente, en la tarima, los magnates, fetichistas, bisexuales y demás poderosos políticos, esperaban a la diosa de las curvas y vitoreaban, al unísono, Penélope, Penélope. Adentro, en el camerino, Carmen, la esposa, la zorra, Penélope, esperaba el turno para su entrada triunfal.
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