viernes, 29 de mayo de 2009

El metro y sus cuentos


He sido victima de las críticas durante todos estos meses que vengo trabajando. A la gente- sobretodo a mi madre y novio- le cuesta entender como es posible que teniendo carro yo prefiera trasladarme por la ciudad en lo que muchos llaman “El mierdero de Caracas”, o mejor conocido como “Metro de Caracas”.
Y de cierto modo comprendo su desconcierto, porque de pana, por más que duela admitirlo, el metro es una gráfica representativa de la jungla urbana, en donde se expone a flor de piel los comportamientos más salvajes, hostiles e inhumanos jamás pensados.

Yo, tratando de hacer un ejercicio catártico y de respiración Zeng, explico que el sumergirme en las trepidantes vías subterráneas me conecta con mi ciudad, con mi gente, me abre la imaginación, me sorprende, me arrecha, me da ganas de matar a alguien, de suicidarme, gritar, berrear, empujar, patear..,todo junto, todos estos sentimientos mezclados, en tan sólo unos minutos que dura el viaje del Valle a Chacaito.

El metro me mantiene conectada como mi alrededor y, sobretodo, me evita pasar 4 horas de mi vida enquistada en una asiento, escuchando la misma música del iporr y calándome el ruido del retrovisor cada vez que un motorizado lo golpea con su codo.
No sólo eso, el subte bolivariano me pone en forma, gracias a que las escaleras, en su gran mayoría, están dañadas. Es, sin duda, un estuche de monerías. Pero, por sobre todas las cosas, el metro me divierte, me da material para escribir mis “huachaferias” sobre lo caricaturesca que puede resultar mi hermosa ciudad.

Una mañana, de esas que vas tarde a tu trabajo y te antojas de ponerte unos tacones inmamables, estaba de muy mal humar, la verdad, el calor se había convertido en un dragón que insuflaba, en mi cara, intermitentes llamaradas de fuego y todavía estaba varada en la estación de Plaza Venezuela; esperando en la interminable cola escuché algo que me sacó de mi dislocado mundo:

-- ¿Supiste que el miércoles se lanzó un perro al metro? -- Susurró una chica que estaba justo delante de mí.
-- ¿Qué, hasta los perros se están suicidando en este país?— respondió otra muchacha con tono de burla.
-- Pues si, iba en el bolso de la dueña, y cuando vio que se aproximaba el vagón, puff, se lanzó…

Aquello me sacó de mi abulia mañanera: ¿Un perro que se suicida en el metro? ¿A quién se le ocurre meter un perro en el metro? Pobre perro, así lo tendría de loco su dueña, que prefirió que un tren lo volviera masa de pelo con sangre. ¿Será que mi perra siente, a ratos, ganas de matarse? ¿Será que deben crear una nueva carrera llamada “Psicología Animal, mención Perros? ¿Será que esto pasa en cualquier parte del mundo o sólo en Venezuela? Ya va, ¿Y yo no tenía que montarme en este vagón?

Lo cierto del cuento, aunque parezca sacado de la mente Matt Groening, es que el perro, por curiosidad, sacó la cabecita del bolso de la dueña y sin querer se arrojó a los rieles del tren. La dueña, por estar de inventora, le tocó regresar a su casa sin perro y con una multa por introducir un animal dentro de la estación, así como por generar retrasos innecesarios.
Ahora, ven por qué yo sigo empecinada en usar el metro.

Continuará…

martes, 26 de mayo de 2009

Medias tintas


Ataviada con tacones de punta y un vestido que caía ligero sobre sus muslos, caminaba por Sabana Grande moviendo su cabello al viento capitalino. Tenía un tumbao, unos meneos de cadera que simulaban a una bailarina de salsa cubana. Piernas, brazos, todos juntos al compás de una melodía que sólo sonaba en su cabeza.
Siempre había soñado con ser bailarina, pero no de esas que se ponían tutú y hacían un glisser o un elancé, sino de las que se contoneaban con fuerza, llenos de movimientos rápidos y sexuales.

Practicaba sus lecciones todas las mañanas en un viejo gimnasio, rodeado de espejos que le mostraban diferentes ángulos de su cuerpo; y por la noche, repetía a la perfección cada paso, cada movimiento en una night club.

Aunque de pequeña la bautizaron como Carmen, había cambiado su nombre por uno más artístico, haciéndose llamar Penélope, la diosa de las curvas.
Penélope, de un rojo intenso, encendía y apagaba en la entrada del local. Ella era la sensación, algo más que la estrella de la noche, era, sin duda, la más solicitada.


Esa mañana había decido cortarse el cabello. Salió temprano, dio un beso a su mujer en la mejilla y le dejó una nota: “Ahora me toca a mi reina. Hoy llego tarde del trabajo. Te amo”. Montó su vehículo y fue a la peluquería de costumbre. Al llegar, saludó a Isadora, un travesti que, como muchos otros, había decido escoger la peluquería como profesión.
Lo saludaba con distancia, aludiendo que un banquero no podía mantener conversaciones con una mariquita.
A Isadora parecía no importarle, y lo agarraba tratando de abrirle un botón de la camisa haciendo jueguitos con los dedos en su pecho peludo. Le decía, de cariño, el Osito Serio.
Salió tan rápido como pudo de la peluquería, dejando una nota en el pecho de Isadora; se puso una chaqueta con gorro, cubriéndose la cabeza, como queriendo pasar inadvertido entre la gente.
Llegó casi corriendo, mientras aferraba la cara entre el gorro, juntando ambos puños y dejando ver solo sus ojos. Entró y comenzó a recorrer todos los pasillos, uno por uno, ya sin prisa, viendo cada objeto con suma delicadeza, detallando las figuras fálicas, los látigos en combo con las esposas.
Salió, se cubrió la cabeza y se introdujo en su carro, feliz por las nuevas adquisiciones eróticas y por la gran noche que le esperaba.


Había nacido como Carlos, pero a los 13 años, en homenaje a la bailarina estadounidense, lo cambió por Isadora y se dejó invadir por las lentejuelas del mundo gay. Bailaba mejor que cualquier mujer, y su cuerpo había adquirido, en algunas zonas, formas femeninas, llegando a confundir a más de uno.
Esa mañana, cuando lo vio entrar, siempre serio y gélido de trato, sintió unas inmensas ganas de desistir, de no aguantar un solo maltrato más. No es fácil recibir oprobios del hombre que más has amado en tu vida y tener que soportarlo callado.
Aferrado de su camisa y apunto de escupir sus sentimientos en la cara del victimario, sintió la mano de éste dejándole una nota dentro del sostén.
Corrió al baño, y cuando hubo terminado de leerlo, una lágrima bajaba por la comisura de sus labios, decorando la línea que formaba una sonrisa.
“Te espero en el night club de la castellana. No llegues tarde, esta noche será inolvidable”, se corrían a los largo del papel.

….
Se levantó con la pesadez de siempre. Preparó café y leyó la nota de su esposo. “Ahora me toca a mí”. Sintió una bofetada, de esas que te dejan en el sitio, que te toman por sorpresa. “¿Es una venganza?”, se preguntó. Una espacie de culpa le recorría el cuerpo, y un leve temblor en el estomago le hizo recordar los años de mentira.
Sin duda lo amaba, pero, por alguna extraña razón, el tongonear su cuerpo ante los ojos morbosos de otros hombres le producía un éxtasis extraño, insondable. Lo había intentado dejar varias veces, especialmente, cuando lo conoció pero reincidía una y otra vez, y con el tiempo se hizo experta en la mentira. Maestra del baile y del engaño.
De día era Carmen: la esposa, la mujer del banquero, la perfecta; de noche, sus piernas cubiertas por medias negras la convertían en Penélope: la diosa de las curvas, la infiel, la zorra.

...
Había sillas por doquier, una tarima adornaba el centro del lugar y unas barras la atravesaban, uniendo en techo con el suelo. Luces , hombres borrachos depositaban sus quincenas en la ropa interior de las bailarinas.
En otro bar, de cualquier parte de la ciudad, en la barra, las travestis se sentaban en las piernas de los clientes, mientras los besaban.
En una esquina, cobijados en la oscuridad, el esposo, el banquero, osito serio se dejaba seducir por Carlos, el peluquero, la mariquita, Isadora sin complejos, sin miedos, invadidos…
Al frente, en la tarima, los magnates, fetichistas, bisexuales y demás poderosos políticos, esperaban a la diosa de las curvas y vitoreaban, al unísono, Penélope, Penélope. Adentro, en el camerino, Carmen, la esposa, la zorra, Penélope, esperaba el turno para su entrada triunfal.

viernes, 15 de mayo de 2009

La estrella de mar


María Victoria jamás pensó que ese día sería su final. Realmente, conocía poco de la vida y sobre la concepción de la muerte, pero igual, esa mañana todo había acabado. Aunque se desconozca los poderes inconmensurables de la muerte, ella siempre sabe como hacer su entrada triunfal.

El sol pegaba de frente, y sus ojos se achicaban tratando de adaptarse a la luz refulgente. El calor emanaba de todas partes, de la arena, de la brisa, del propio mar.
Caminaba con cautela, tratando de no tropezarse con un piedra y evitar caer de bruces contra el suelo caliente.

Su madre, Carlota, leía placida sobre una tumbona, tapando su cara con una revista de modas.
María Victoria trataba de llamar su atención, hacía ruidos extraños como intentando imitar una hiena. El sonido era agudo, molesto, pero su madre parecía estar absorta en un tema más trascendental: lo último de la moda en París.
La niña, sin embargo, no podía divisar bien a su madre, y prefería pensar que ésta le prestaba la mayor de las atenciones.
Ella, desde la orilla, jugaba con la arena, haciendo pequeños castillos derrumbados por la fuerza de las olas.

Llevaba un sombrero enorme, mucho más grande que su cabeza, y sobre su cara, unos lentes redondos como balones ridiculizaban sus facciones infantiles. Si, ciertamente, era extraña, más de lo que a ella, su madre, le hubiese gustado.

De lejos, María Victoria parecía una señora enana que, por cosas del desarrollo, no había podido estirar sus músculos de la manera correcta, dejando partes más largas que otras. Amorfas, asimétricas. Las gafas, a pesar de ser enormes y con aumento, no le permitían distinguir las cosas en su justa dimensión, lo que para ella era una gran ventaja, pues le permitía darle el color y la forma que más le apetecía.

Una hormiga, para ella, no era sólo un insecto himenóptero, era más un hombre en miniatura que llevaba a cuentas un morral cargado de ilusiones y que debía bagar por el mundo para conseguir un mendrugo de pan.
Una piedra, por muy insignificante y sin forma que fuese, para ella era una parte del mundo que
se había caído al vacío y, de tanto rodar, había limado sus partes hasta convertirse en eso…en piedra.

Mientras María Victoria saludaba a su madre y ésta la miraba de soslayo, el agua acariciaba sus pies, y las gotas salpicaban su gracioso rostro de cómics hecha por principiantes.
De repente, sintió algo debajo de sus pies, algo que le hacía cosquillas con sus puntas. Era una estrella de mar, de un color naranja intenso, de cuerpo aplanado y con cinco largos brazos.

María Victoria estaba feliz, el mar le había regalado una estrella caída del mismísimo cielo. Era un regalo celestial, un pago merecido de Dios por lo injusto que había sido con ella.
La tomó entre sus manos, pero la aspereza de la estrella chocó con su piel y la forma irregular de sus dedos la obligó a dejarla caer. “No, no te voy a dejar ir-se repitió con ira, mientras corría tras la escurridiza estrella de mar. “Eres mía, yo te encontré y no es justo que te pierda a ti también- decía llorosa adentrándose en el mar.

La estrella se hundía, se revolcaba y flotaba, dejándose ver entre los pliegues de las olas. María Victoria corría, caía estrepitosa, revolcada por el mar, alargando sus dedos y rozándolos con las puntas de la estrella.
Al fin, cuado hubo agarrado la estrella, una ola, mucho más fuerte, la atajó violentamente y su cara, más graciosa que nunca y esbozando una sonrisa, se perdía en la bruma del mar.
Una ola había volado su sombrero y los anteojos, partidos en dos, estaban clavados en la arena.

viernes, 8 de mayo de 2009

La niña mala

No me pasó lo mismo con un libro que leí, de su autoría, hace una par de años. Aquel libro no era malo, por Dios, imposible que un libro de Mario Vargas Llosa pueda ser insuficiente o dejara aristas imperdonables, pero Conversación en la Catedral no me dejó ese dulce sabor que me mantiene en duermevela durante la noche. Desde esa experiencia, nada grata, había decidido no leer más nada que tuviese el sello Llosa, emulando a muchos conocidos que han desistido de Saramago por su libro "Ensayo sobre la ceguera"(uno de mis libros favoritos) por considerarla excesivamente pesada.

Si iba a la librería, me escabullía como una niña jugando a las escondidas, mientras la “Fiesta de Chivo” se pavoneaba por lo celebérrimo que era. Yo, sin embargo, le sacaba la lengua y le recordaba, cual loca, lo mal que me había dejado su autor en el libro anterior. Pero, como todas esas cosas maravillosas que te pone la vida en el camino y con una bofetada te saca de la estupidez, en una feria del libro decidí no poner más resistencia y aceptarlo de nuevo en mi biblioteca.

Estaba allí, escondido entre una pila de libros de Crepúsculo, y la gente lo bamboleaba de un lado a otro, como si fuese invisible. La imagen en la portada no era nada alentadora, pues solo mostraba una mano escribiendo algo (ilegible, por supuesto) en una hoja blanca. Se veía un brazo, que a todas señas pertenecía a un hombre, y esperaba en uno de esos snack-bar que abundan en Francia. Nada que llamara notablemente la atención. Pero, el título si me decía algo: Travesuras de la niña mala. ¿Será que me sentí identificada con el título? De niña fui muy tremenda y pensé que los tiros del libro iban por ahí. Craso error, porque la niña mala resultó siendo una perra desgraciada que, hoy por hoy, se ha ganado mi odio más visceral.

De verdad, Llosa se redimió. Lo perdono, porque este libro me dejo atrapada con la triste historia de Ricardo Somocurcio y la chilenita (zorra esa) que lo dejó plantado todas las veces que quiso.
Pocas veces yo me entrego, de esta forma risible, a una historia. No me pasó ni con Marimar ni con la serie de Maria’s que hizo Thalia, pero Travesuras de la niña mala me ha dejado la boca abierta, sin palabras o, más bien, con muchas palabras, porque me provoca gritarle a la CHILENITA, GUERRILLERA, AMANTE DE FUKUDA lo miserable que fue con el pichiruchi de Ricardo y todas las huachaferias que él le decía.

La historia, para que entiendan, va más o menos así:
Comienza en el populoso barrio de Miraflores de la comunidad limeña, Perú, cuando Ricardo, Ricardito, conoce a una chilenita muy hermosa. Desde que la vio enmudeció y eso marcó su vida para siempre (frase de Delia Fiallo). El hecho es que la tal chilenita no era tal, sólo era una peruana muy pobre que sentía pena de su procedencia y había decidido hacerse de ese país austral.

Ella, después de un hecho vergonzoso, producto del descubrimiento de su falsa nacionalidad, decidió alejarse del barrio y Ricardito no volvió a verla.
Pasado los años el vuelve a encontrarla, pero el contexto había cambiado, ya no estaban en un barrio suramericano y las torres Eiffel decoraban cada escena. Ella ya no era chilenita, ahora era peruana pero militante en un grupo guerrillero que respaldaba la acción de Fidel Castro frente al cuartel Moncada.

Por obra y gracia del destino, la chilena guerrillera se encuentra con Ricardo quién, además, estaba viviendo en Paris y trabajaba como traductor. Es esta coincidencia, que se repite con mucha frecuencia en el libro, lo que me hizo ruido, pues ambos se encuentran en los sitios más recónditos y gracias a personajes de lo más insólitos. Bueno, eso es lo único que me debe Vargas Llosa ahora.

En fin, la historia se mantiene invariable: ella sigue de zorra embaucando al pobre niño bueno y se convierten en amantes hasta que ella parte a Cuba y se casa con un francés. El pobre imbécil de Ricardo sigue enamorado de ella hasta los huesos y decide esperarla aun sabiendo que ella se ha ido con otro hombre por puro interés económico.

Transcurren los años y la vida de él no experimenta un cambio significativo; sigue trabajando de traductor, alternándolo con clases de ruso. La casualidad vuelve a mover los hilos y, de nuevo, se encuentran en Paris. La besa, la ama, le dice cursilerías que a ella le causan risa y, como para variar, lo vuelve a dejar por otro hombre, abandonando a su esposo y robándole hasta el último centavo. Zorra hasta la médula.
10 años después, o un poco más, ella regresa siendo esposa de un empresario del mundo equino. De nuevo, los besos, los cachos al nuevo esposo y Ricardo enamorado de ella.
Para redondear la historia- porque esta escena de encuentro y desencuentros se repiten durante 40 años- Ricardo se casa con la chilena, luego de haberle pagado una cirugía vaginal (saquen la cuenta, la usó hasta la saciedad) producto de un romance con un mafioso japonés que la sometió a todos los vejámenes posibles (ojo, con el beneplácito de ella que lo permitió feliz a cambio de una vida pudiente).
El hecho es que Ricardo- el hombre más bueno y estúpido de la historia- le reconstruye la flor deshojada; le da amor y cuidados y ella- ataca otra vez la piraña- lo deja por un anciano acaudalado.

Cornudo por naturaleza y amante, in saecula saeculorum, la espera hasta el final, literalmente, porque la mujer regresa con él enferma de cáncer en la vagina y apunto de que se la llevaran los demonios. Era el final que yo esperaba, sin duda, porque sólo una enfermedad como esa podría saciar mi odio hacia ella, hacia Otilia. Obviamente, ella muere y el se queda sólo como un perro enfermo.
Lo cierto de toda esta parrafada es que el libro es excelente, lleno de historia y de puro amor y se ha ganado mi venia, hacia Llosa, por siempre. Ya no más escabullidas insidiosas en las librerías, lo juro.
Gracias, niño malo, por esta travesura.