Estaban sentados allí, parloteando como buenos amigos y viendo a cuanta mujer pasaba frente a ellos. El primero, Antonio, era flaco y petiso, su cabello al vuelo era sinónimo de que por allí no pasaba un peine desde hace tiempo. El otro, Javier, era muy similar a su amigo en complexión, pero tenía unos anteojos que le daban un aire a cantante de rock de los años 60.
Conversaban de todo, pero el tema central de su parrafada tenía cuerpo de guitarra y cabello alisado.
--Está demasiado buena-- dijo Antonio, mientras los ojos le bailaban al son de un par de redondeces que entraban en el vagón
-- Si guevón, riquiquito-- respondió Javier acomodándose en su asiento y ajustándose los lentes.
Adentro, en el vagón, todo era un infierno. La falla del aire acondicionado acaloraba los cuerpos y empañaba los vidrios, dando chance a que unos niños hicieran figuritas con el vapor concentrado en los ventanales.
Ellos parecían inmutados, no sudaban, no se esparcían aire en la cara con los libros que llevaban en las manos. Parecían estar en otro mundo, en otra realidad mucho más placentera.
El vagón volvió a detenerse y unas cuantas personas se desplazaron bruscamente por el largo pasillo, patinando estrepitosos. Las puertas se abrieron y la oleada de gente inundó el poco espacio que aún quedaba solitario. Y ellos, los amigos, ni pendiente.
De repente, Javier alzó la cara que tenía, desde un buen rato, fijada en el borde sucio de sus uñas, y su mirada se ancló en el rostro de una pasajera.
--Mira esa vaina-- dijo en susurro Javier
-- ¿Qué?-- preguntó Antonio mientras sobaba el brazo pellizcado.
-- Esa caraja, que bella es-- musitó efusivo el flaco Antonio
Ella era hermosa, llevaba el cabello suelto a lo Janis Joplin y permanecía asida a las barras metálicas que atravesaban el interior del vagón. En el otro brazo sujetaba 3 libros. En uno de ellos, se podía divisar un título que, por demás, hizo que Javier enarcara la ceja derecha y su cara se arrugara hasta conformar un mohín.
Algo parecía haber cambiado la atracción de los chicos por aquella mujer. Algo había convertido su impactante belleza en la más monstruosa estampa, en algo que no merecía la pena. Antonio masculló una pregunta a su amigo y el otro le respondió con acritud, arrugando la cara y negando con la cabeza.
El tren se detuvo de nuevo y sus puertas volvieron a distanciarse. El influjo midió sus fuerzas y la gente se apiñaba para formar un muro de contención. El otro lote salió y la chica hermosa se fue con él.
Otra vez comenzaron los pellizcos y las miradas cómplices de los chicos pero, esta vez, la culpable era menos bella y su cabello estaba delicadamente recogido con una pinza rosada. Iba maquillada, como si fuese a una fiesta en la quinta la Esmeralda, ataviada con una pashmina rosada que le cubría los hombros bronceados. Su cuerpo estaba esculpido, bien formado y entrenado, con sus nalgas paraditas envueltas en jeans.
-- No valeeee, chamoooo, esto es demasiado—dijo embobado Antonio, mientras Javier asentía con la cabeza, ajustando de nuevo, los anteojos a su huesuda cara.
Esta vez nada les molestó, todo estaba perfecto. Era bella y no tenía ese terrible defecto que tanto les irritó de la chica anterior. Antonio apuntó con su dedo índice, trazando una dirección que Javier siguió con total sumisión. Ella no tenía libros y su cara denotaba que, quizás, no había leído uno en años. La chica seguía allí, parada y con los brazos abrazando un cúmulo de revistas de farándula española, mientras miraba fijamente a los dos chicos. El tren se detuvo y los tres bajaron juntos.
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