Te levantas en la mañana y lo que te da los buenos días es
una marcha en Ecuador pidiendo la expulsión de los venezolanos de su territorio.
Ya te habías deprimido y hasta llorado un día antes porque viste a un chileno
decirle muerto de hambre a un jugador venezolano. Ya tenías el espíritu agrio,
decaído, cuando viste el vídeo de los ecuatorianos tirando a la calle las
pertenencias de unos venezolanos que estaban tranquilos dentro de su habitación.
Ves el vídeo y se te salen las lágrimas y el miedo va tomando espacio dentro de
ti, sientes como va subiendo de a poco por tu cuerpo, como cuando te sumerges lentamente
en el mar y el agua va mojando primero tus pies, luego tus rodillas, los
muslos, el ombligo, los hombros, el cuello y la cabeza. Te pones a pensar en el
dolor de esos compatriotas, que salieron de su país buscando una nueva vida,
una tranquila, una en paz, pero se consiguen con el odio y desprecio de un
pueblo hermano. El infierno en la tierra y el no saber para dónde ir.
Tratas de sacudirte la tristeza, piensas que afortunadamente
eso no te ha tocado a ti ni a los tuyos, pero en el fondo sabes que vives cerca
de una bomba de tiempo, porque si el día de mañana a un enfermo violento, con
tu misma nacionalidad, le da por matar a un chileno, la ira y el odio comenzará
a minar y la ola será imparable.
Solo esperas que eso no pase, que sea un hecho aislado que
tuvo más resonancia; esperas que la cordura tome los espacios y el amor gane la
batalla, pero igual sabes que el amor no entra cuando el miedo ataca.
¡Qué Dios nos cuide!
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