La atajo con fuerza por los hombros para detener su huida. La agarró por el cabello, lo pasó por el cuello hasta terminar el estrangulamiento.
El cuerpo de Ana fue encontrado sin vida a las 6 de la mañana, dos días después de ser ahorcada. Lo extraño de la escena, según el reporte policial, era la larga cabellera que rodeaba su cuello, lo que parecía ser el arma homicida.
El asesino había huido, pero, antes de salir, dejó sobre el vientre de Ana un sobre marrón cubierto por hebras de cabello simulando un lazo.
Los vecinos atestiguaron no haber escuchado nada inusual, sólo les llamó la atención que ella hubiese faltado dos veces a la acostumbrada hora del bingo por la noche.
Una infancia pueblerina
Las historias en los pueblos, por lo general, son iguales: las mujeres se encargan de criar, mientras los hombres salen a buscar trabajo y comida. Los hijos, a su vez, repiten el mismo patrón bordado por sus progenitores y terminan casándose a muy temprana edad.
Bajo este designio creció Ana, sobre las cuatro cuadras y 15 casa que formaban el pueblo de San Joaquín, nombre que hacía alusión al padre de la Santísima Virgen María. Dado al nombre del pueblo, sus habitantes eran sumamente católicos y arraigados a las tradiciones decimonónicas. No tomaban café después de las tres de la tarde; rezaban el rosario antes de acostarse y levantarse; jamás colocaban la cartera sobre la mesa y; sobretodo, el cabello de las mujeres debía estar largo, como el velo que adorna a la virgen.
Esta última era la más sagrada de las tradiciones: las mujeres que no tuviesen el cabello hasta el dobles de las piernas eran consideradas indignas y, por consiguiente, estaban destinadas a vivir solteras de por vida.
Ana, al igual que las demás niñas, cuidaba su larga cabellera; lo peinaba con cuidado y cortaba las puntas cada vez que la luna estaba llena. Pero, ella odiaba todos los comportamientos vetustos que seguían todas sus compañeras; detestaba andar con el cabello tan largo en un pueblo donde los rayos del sol sonrojaban la cara y tostaban la piel. Sobretodo, odiaba profundamente a su madre, quien la obligaba y repetía hasta el hartazgo que las tradiciones y la honra eran los valores más arraigados del ser humano. Ella sólo quería que la dejaran es paz, huir de esa miseria y dejarse el cabello tan corto que pudiese parecer un hombre, no porque tuviese inclinaciones sexuales distintas, no, lo que quería era liberarse de la espesa hondura de centenares de hebras que ella esmeraba en enroscar como una cuerda sobre su cabeza.
Espero que me perdones…
Sabes que siempre te odie, y cómo no hacerlo, si siempre me obligabas a usar y hacer cosas que no me gustaban. Yo te lo decía: “Mamá no me gusta ir a la iglesia”, pero tú no me escuchabas. Estabas empeñada en que siguiera las mismas costumbres que aplicaron mis abuelos en ti. A veces pienso que te estabas vengando de la vida a través de mí, que yo sufriera lo mismo que padeciste en tu infancia. Empezaste tu venganza colocándome tu mismo nombre, Ana, la madre de María ¿Con qué intención? ¿Querías una hija a tu imagen y semejando tratando de imitar a Dios al momento de la creación?
No te imaginas lo que te odiaba cuando era pequeña, cuando me obligabas a peinar este cabello asqueroso, interminable, inagotable. Luego, como un juego macabro, hacías que peinara el tuyo, áspero, blanco, lleno de polvo y de piojos.
Me daba nauseas cuando antes de dormir me hacías escribir las fatuas cartas que le mandabas a nuestra familia de la capital, dándote bomba con ellos y mintiendo sobre nuestra vida, nuestra feliz vida. Me la hacías repetir una y otra vez, hasta que el adorno en forma de caracol quedase reflejado en la M, R, J y D, tus ridículas M, R, J y D, y luego la guardabas en esos sobres marrones, marrón tierra, marrón mierda, que tanto te gustaba.
Por eso no lo dudé un segundo, sabía que la única forma de terminar con esta vida mediocre era acabando con la tuya. Esa mañana, mientras te peinaba, sentí como la ira me recorría todo el cuerpo, me cegaba. Puse mis manos sobre tu cuello recogiendo el cabello que caía en jirones contra el suelo; lo tensé y enrosqué hasta darle forma de cuerda. Apreté y apreté, hasta que tu cuerpo dejó de moverse.
Me senté y escribí una carta, esta carta que dejé en tu querido sobre marrón y que, quizás, un policía esté leyendo en este momento.
El cuerpo de Ana fue encontrado sin vida a las 6 de la mañana, dos días después de ser ahorcada. Lo extraño de la escena, según el reporte policial, era la larga cabellera que rodeaba su cuello, lo que parecía ser el arma homicida.
El asesino había huido, pero, antes de salir, dejó sobre el vientre de Ana un sobre marrón cubierto por hebras de cabello simulando un lazo.
Los vecinos atestiguaron no haber escuchado nada inusual, sólo les llamó la atención que ella hubiese faltado dos veces a la acostumbrada hora del bingo por la noche.
Una infancia pueblerina
Las historias en los pueblos, por lo general, son iguales: las mujeres se encargan de criar, mientras los hombres salen a buscar trabajo y comida. Los hijos, a su vez, repiten el mismo patrón bordado por sus progenitores y terminan casándose a muy temprana edad.
Bajo este designio creció Ana, sobre las cuatro cuadras y 15 casa que formaban el pueblo de San Joaquín, nombre que hacía alusión al padre de la Santísima Virgen María. Dado al nombre del pueblo, sus habitantes eran sumamente católicos y arraigados a las tradiciones decimonónicas. No tomaban café después de las tres de la tarde; rezaban el rosario antes de acostarse y levantarse; jamás colocaban la cartera sobre la mesa y; sobretodo, el cabello de las mujeres debía estar largo, como el velo que adorna a la virgen.
Esta última era la más sagrada de las tradiciones: las mujeres que no tuviesen el cabello hasta el dobles de las piernas eran consideradas indignas y, por consiguiente, estaban destinadas a vivir solteras de por vida.
Ana, al igual que las demás niñas, cuidaba su larga cabellera; lo peinaba con cuidado y cortaba las puntas cada vez que la luna estaba llena. Pero, ella odiaba todos los comportamientos vetustos que seguían todas sus compañeras; detestaba andar con el cabello tan largo en un pueblo donde los rayos del sol sonrojaban la cara y tostaban la piel. Sobretodo, odiaba profundamente a su madre, quien la obligaba y repetía hasta el hartazgo que las tradiciones y la honra eran los valores más arraigados del ser humano. Ella sólo quería que la dejaran es paz, huir de esa miseria y dejarse el cabello tan corto que pudiese parecer un hombre, no porque tuviese inclinaciones sexuales distintas, no, lo que quería era liberarse de la espesa hondura de centenares de hebras que ella esmeraba en enroscar como una cuerda sobre su cabeza.
Espero que me perdones…
Sabes que siempre te odie, y cómo no hacerlo, si siempre me obligabas a usar y hacer cosas que no me gustaban. Yo te lo decía: “Mamá no me gusta ir a la iglesia”, pero tú no me escuchabas. Estabas empeñada en que siguiera las mismas costumbres que aplicaron mis abuelos en ti. A veces pienso que te estabas vengando de la vida a través de mí, que yo sufriera lo mismo que padeciste en tu infancia. Empezaste tu venganza colocándome tu mismo nombre, Ana, la madre de María ¿Con qué intención? ¿Querías una hija a tu imagen y semejando tratando de imitar a Dios al momento de la creación?
No te imaginas lo que te odiaba cuando era pequeña, cuando me obligabas a peinar este cabello asqueroso, interminable, inagotable. Luego, como un juego macabro, hacías que peinara el tuyo, áspero, blanco, lleno de polvo y de piojos.
Me daba nauseas cuando antes de dormir me hacías escribir las fatuas cartas que le mandabas a nuestra familia de la capital, dándote bomba con ellos y mintiendo sobre nuestra vida, nuestra feliz vida. Me la hacías repetir una y otra vez, hasta que el adorno en forma de caracol quedase reflejado en la M, R, J y D, tus ridículas M, R, J y D, y luego la guardabas en esos sobres marrones, marrón tierra, marrón mierda, que tanto te gustaba.
Por eso no lo dudé un segundo, sabía que la única forma de terminar con esta vida mediocre era acabando con la tuya. Esa mañana, mientras te peinaba, sentí como la ira me recorría todo el cuerpo, me cegaba. Puse mis manos sobre tu cuello recogiendo el cabello que caía en jirones contra el suelo; lo tensé y enrosqué hasta darle forma de cuerda. Apreté y apreté, hasta que tu cuerpo dejó de moverse.
Me senté y escribí una carta, esta carta que dejé en tu querido sobre marrón y que, quizás, un policía esté leyendo en este momento.
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