lunes, 15 de junio de 2009

De locura y brillantez

Estaban sentados allí, en el desván propiedad de los personajes más góticos de la cultura norteamericana: Marilyn Manson. El lugar era la réplica exacta de los que la gente espera encontrar en la casa del cantante rock (cuyo nombre hace honor al fundador y líder de "La Familia", grupo que perpetró varios asesinatos), un esqueleto con el cráneo remplazado por el de un carnero, un mazo de cartas del tarot con imágenes de locos decapitados; las paredes rojas y, según especifica el autor, el cuerpo de un niño chino de 7 años envuelto en una bolsa plástica. Pero, apartando los estereotipos y los juicios de valores, Brian Hugh Warner ataviado de pantalones de cuero negro y el cabello hasta la espalda, sin maquillaje, podría ser uno de los personajes más fascinantes de la cultura anglosajona.
“Las amenazas de muerte hacen que la vida valga la pena, hacen que todo sea excitante. Son el alivio supremo contra el aburrimiento (…) Se que para transmitir lo que quiero transmitir voy a tener que llevar las cosas hasta un extremo tal que me situaré en lo más bajo y me convertiré en la persona más despreciada del mundo. Voy a representar todo eso a lo que os oponéis y vosotros no podréis decir nada para hacerme daño ni para hacer sentirme peor (…) Soy lo peor que puede haber, así que nadie puede decir que yo haya hecho nada que me ha hecho quedar mal, porque yo digo de entrada que soy lo peor (…) Si no os gusta mi aspecto, si no os gusta lo que tengo que decir, todo eso es parte de lo que estoy buscando. M estáis dando justo lo que pido”.
¿Acaso no es lo más perfecto que unos labios pintados de negro y un cuerpo delgado y amorfo pudieron decir nunca jamás? Quise colocar el párrafo completo porque cambió mi concepción de este hombre en apariencia despreciable, pero cuyo pensamiento me dejó sin palabras.

Esta es una de las historias que compila Chuck Palahniuk en su libro Error Humano, que no es otra cosa que una serie de crónicas sobre la tan hablada locura americana.
Para más señas, este periodista norteamericano (también creador de la novela llevada al cine El club de la pelea) nos echa el cuento, desde su experiencia como loco y adicto a las pornos, de los pasatiempos más extraños y disociados que caracteriza a la cultura “gringa”, como el Festival del Testículo, donde hombres y mujeres exponen sus cuerpos desnudos alrededor de unas bolas y cuernos de toro. No hay premios, no hay justificación; sólo hay sexo en la calle, sexo en pareja, sexo en comuna…
Así comienza, para que se hagan una idea de lo que ocurre una vez al año a veinticinco kilómetros al sur de Missoula, Montana, por si quieren echarse una paseadita por allá: “Una atractiva rubia se echa el sombrero de cowboy hacia atrás sobre la cabeza. Es para poder meterse en la boca toda la polla de un cowboy sin clavarle en el vientre el ala del sombrero. Esto tiene luchar sobre la tarima de un bar abarrotado. Ambos están desnudos y embadurnados de pudín de chocolate y nata”.
Una vez que tragas fuerte, pues el texto es bastante descriptivo con respecto a las posiciones y actitudes eróticas de los presentes en el festival, Chuck cuenta lo daños terribles que pueden causar el hastío, el aburrimiento y la falta de problemas económicos que le dan algo de sentido a la vida (vaya un saludo a la madre de todos estos cabezas vacías). La crónica se refiere a los esfuerzos inusitados que hacen una serie de hombres por entrar al equipo olímpico americano de lucha y el empeño desmedido por destrozarse las orejas. Si, las orejas, pues para estos fortachones tener las orejas como carne molida es un emblema de honor, trabajo y esfuerzo.


“Para la mayoría de los luchadores, las orejas deformada son como tatuajes”, dice uno de los entrevistados de Palahniuk, luego de agregar que esta deformación es producto de tanto “manoseo”, golpes y traumatismo; la oreja se llena de sangre hasta vaciarse completamente. El resto de la crónica discurre entre anécdotas sangrientas de los luchadores y la poca (o nada) retribución económica que reciben los jugadores frente a una competición que amenaza con acabarse.
Hay en el libro otras historias relevantes, pero que realmente no me dejaron gran sorpresa, ha de ser que imaginaba a los norteamericanos más enfermos y desquiciados de lo que contaron aquí. Están los hacedores de castillos, por allí en Seattle o en el pueblo que llaman “obrero”, donde un grupo de familias compiten por construir los castillos más rimbombantes, con dragones incluidos. También está un cuento bastante peculiar sobre una reunión de escritores frente a productores Hollywoodenses, con cientos de guiones en las manos y, cuyos escribanos, sólo cuentan con siete minutos para vender su historia. No importa lo bueno que sea el guión o lo taquillera que podría llegar a ser, si no la expones en siete minutos exactos, uno de los productores te dice: “Lo siento, se han acabado sus sietes minutos”. Al cabo de ese tiempo, los sueños de ser famosos y convertirse en luminaria del cine, se quedan en las manos de algún productor, o terminaron en una carpeta, debajo del brazo, camino al fracaso.
El libro es excelente, la verdad, la narrativa de Palahniuk es impecable y presenta una forma de ver el comportamiento de un país que da mucho de que hablar, tanto por sus bondades (que sin duda las tiene) como por la barbarie y desenfreno que afloran con cada una de sus acciones. Ya sabía que Estados Unidos es más que hamburguesas, guerras, racismo, fraternidades y películas pornográficas, también cuenta con cantantes de Rock que prefirieren volverse una aberración humana para soportar las críticas de la gente y prolíficos escritores puesto a la orden de Hollywood. Son algo más que un error humano.

El sobre marrón


La atajo con fuerza por los hombros para detener su huida. La agarró por el cabello, lo pasó por el cuello hasta terminar el estrangulamiento.
El cuerpo de Ana fue encontrado sin vida a las 6 de la mañana, dos días después de ser ahorcada. Lo extraño de la escena, según el reporte policial, era la larga cabellera que rodeaba su cuello, lo que parecía ser el arma homicida.
El asesino había huido, pero, antes de salir, dejó sobre el vientre de Ana un sobre marrón cubierto por hebras de cabello simulando un lazo.
Los vecinos atestiguaron no haber escuchado nada inusual, sólo les llamó la atención que ella hubiese faltado dos veces a la acostumbrada hora del bingo por la noche.

Una infancia pueblerina

Las historias en los pueblos, por lo general, son iguales: las mujeres se encargan de criar, mientras los hombres salen a buscar trabajo y comida. Los hijos, a su vez, repiten el mismo patrón bordado por sus progenitores y terminan casándose a muy temprana edad.
Bajo este designio creció Ana, sobre las cuatro cuadras y 15 casa que formaban el pueblo de San Joaquín, nombre que hacía alusión al padre de la Santísima Virgen María. Dado al nombre del pueblo, sus habitantes eran sumamente católicos y arraigados a las tradiciones decimonónicas. No tomaban café después de las tres de la tarde; rezaban el rosario antes de acostarse y levantarse; jamás colocaban la cartera sobre la mesa y; sobretodo, el cabello de las mujeres debía estar largo, como el velo que adorna a la virgen.
Esta última era la más sagrada de las tradiciones: las mujeres que no tuviesen el cabello hasta el dobles de las piernas eran consideradas indignas y, por consiguiente, estaban destinadas a vivir solteras de por vida.
Ana, al igual que las demás niñas, cuidaba su larga cabellera; lo peinaba con cuidado y cortaba las puntas cada vez que la luna estaba llena. Pero, ella odiaba todos los comportamientos vetustos que seguían todas sus compañeras; detestaba andar con el cabello tan largo en un pueblo donde los rayos del sol sonrojaban la cara y tostaban la piel. Sobretodo, odiaba profundamente a su madre, quien la obligaba y repetía hasta el hartazgo que las tradiciones y la honra eran los valores más arraigados del ser humano. Ella sólo quería que la dejaran es paz, huir de esa miseria y dejarse el cabello tan corto que pudiese parecer un hombre, no porque tuviese inclinaciones sexuales distintas, no, lo que quería era liberarse de la espesa hondura de centenares de hebras que ella esmeraba en enroscar como una cuerda sobre su cabeza.


Espero que me perdones…

Sabes que siempre te odie, y cómo no hacerlo, si siempre me obligabas a usar y hacer cosas que no me gustaban. Yo te lo decía: “Mamá no me gusta ir a la iglesia”, pero tú no me escuchabas. Estabas empeñada en que siguiera las mismas costumbres que aplicaron mis abuelos en ti. A veces pienso que te estabas vengando de la vida a través de mí, que yo sufriera lo mismo que padeciste en tu infancia. Empezaste tu venganza colocándome tu mismo nombre, Ana, la madre de María ¿Con qué intención? ¿Querías una hija a tu imagen y semejando tratando de imitar a Dios al momento de la creación?
No te imaginas lo que te odiaba cuando era pequeña, cuando me obligabas a peinar este cabello asqueroso, interminable, inagotable. Luego, como un juego macabro, hacías que peinara el tuyo, áspero, blanco, lleno de polvo y de piojos.
Me daba nauseas cuando antes de dormir me hacías escribir las fatuas cartas que le mandabas a nuestra familia de la capital, dándote bomba con ellos y mintiendo sobre nuestra vida, nuestra feliz vida. Me la hacías repetir una y otra vez, hasta que el adorno en forma de caracol quedase reflejado en la M, R, J y D, tus ridículas M, R, J y D, y luego la guardabas en esos sobres marrones, marrón tierra, marrón mierda, que tanto te gustaba.
Por eso no lo dudé un segundo, sabía que la única forma de terminar con esta vida mediocre era acabando con la tuya. Esa mañana, mientras te peinaba, sentí como la ira me recorría todo el cuerpo, me cegaba. Puse mis manos sobre tu cuello recogiendo el cabello que caía en jirones contra el suelo; lo tensé y enrosqué hasta darle forma de cuerda. Apreté y apreté, hasta que tu cuerpo dejó de moverse.
Me senté y escribí una carta, esta carta que dejé en tu querido sobre marrón y que, quizás, un policía esté leyendo en este momento.