Nunca me he sentido conforme con nada. Al principio pensé que era un grave defecto que me carcomería la conciencia hasta el resto de mis días. Luego de un largo proceso de reflexión, deduje que esa informidad me llevaría a ser grande, al menos, en propósitos y en ganas.
Si consigo un trabajo que todo el mundo alaba entro en pánico. Si me siento un día feliz con todo lo que me rodea, pues me preocupo. Hasta este punto podría decirse que padezco de un mal. Puede ser, pero he aquí una explicación: cuando sientas que has logrado todo en la vida, empieza a preocuparte porque, de seguro, estás muerto y no te has dado cuenta. Llegar a un estado de plenitud máxima, en donde nada es capaz de despertar un ápice de emoción, expectativa, miedo, tristeza o ganas, debe ser una prueba inequívoca de que tu alma se fue al otro lado y no tuvo la gentileza de avisarte. La inconformidad es energía, es motivación, es movimiento y el movimiento es vida. Punto.
No hablo de inconformidad monetaria, hablo de inconformidad espiritual, de sentir que aun te quedan cosas por hacer, por ver, por soñar, por tocar, por sentir. Quizás visitar un parque y caminar desclasa, sentarse en el piso y contarte los lunares, quizás ir al Ávila y ejercer el divino don de la contemplación, escribir un libro, leerte uno, quizás, quizás, quizás. Muchos sueños, cientos de emociones. Quizás por eso no me conformo, porque mi mente no para y se imagina mil formas de hacer las cosas, de disfrutar esos setenta y tantos años de vida que las estadísticas aseguran que vivirás sobre este pedazo de tierra.
¿Qué si es duro pensar así? Si lo es, sin duda. No es fácil flagelarse siempre con la loca pretensión que todo aquello que no me gusta puede transformarse si tan solo me esfuerzo. No es fácil irse quejando de todo aquello que no está bien: de la gente que se come la luz del semáforo, de los trabajos mediocres, de los sueldos empobrecedores, de las charlas aburridoras, de los jefes megalómanos e inmamables, de la crisis económica, de los muertes, del implacable paso del tiempo, del metabolismo lento, de los altos precios de los libros, de los políticos ineptos que abundan en mi país, de aquellos que se callan cuando deben gritar, y de aquellos que gritan cuando deben hablar.
Sin embargo sigo luchando para no dejarme arrastrar por la bocanada de polvo que siempre intentará soterrarte las ganas de ser mejor, con esa fuerza que se empeña en mantenerte siempre pegada del mismo punto, asida a la costumbre, a las cosas medios hechas, “porque este fue el mundo que te tocó vivir”. Seguiré siendo libre en la medida que mi mente y me cuerpo se propongan en desplazarse más allá de los kilómetros, en la medida que mis manos se preocupen por tocar cosas distintas, que mi lengua se antoje de probar nuevos sabores, que mis ojos se esfuercen por descubrir nuevos colores.