Ayer estuve en la calle, sola, de noche y no sentí miedo. El carro, parqueado frente a una solitaria panadería, tardó 10 minutos para encender y no lloré. Es raro, porque suelo ser un ramillete de nervios que tiembla al primer empujón y que reproduce un movimiento similar al de una jalea a medio espesar cayendo al suelo. Sin embargo, ayer no pasó. Ayer me sentí segura, tranquila y hasta protegida en medio de tanta oscurana. No había ni un solo policía, no había personas alrededor, pero igual me sentí resguardada como si en lugar de estar en pleno centro de Porlamar estuviese en Patmos. Fue extraño, porque, según creí, el sentimiento de seguridad se me había desgastado al igual que los surcos de los cauchos se van borrando de tanto rodar. Desde hace un año que no me pasa eso: ya no escondo la cartera detrás del asiento, ni disimulo mi anillo de graduación cuando salgo a la calle. Insisto, es raro, porque según dicen los diarios hubo 3 muertes el fin semana y ayer robaron a un chino, y la semana pasada a un árabe, y la amiga de una amiga le arrancaron el celular cuando iba entrando al Sambil, y a la tía de esa misma amiga la secuestraron el sábado, y la 4 de Mayo no es un lugar seguro, y Venezuela es peligrosa estés donde estés. Pero digan lo que digan, aquí me siento segura. Ha de ser que vivir en Caracas me sacó cayos y lo que sucede en una Isla me parece juego de carritos. Me rio irónica cuando un ñero me dice: “Es que aquí nos está comiendo la inseguridad”, y luego le suelto esta perla: “No has visto nada. Vete pa’ Caracas pa’ que vos veáis”. Sin duda, es triste.
Veo asombrada como juegan los niños en la calle, frente a sus casas, en bicicletas y descalzos, incrédulos frente a un mundo malo que mata por cualquier cosa; me sorprende ver parejas besándose en la oscuridad y soledad de la noche sin temor de que alguien les arrebate la cartera. Y me descubro alelada viendo como la gente se reúne en sus casas para celebrar el día de la Virgen sin que las barras de una reja surquen sus caras y sus risas. Y más me sorprende que eso me sorprenda, porque se supone que ese es el deber ser, porque eso es lo que le pone cara a la frase “calidad de vida”. Pero a pesar de estar aquí por más de un año, estas escenas me siguen causando asombro. Me deja pasmada ver a la gente hablando de carro en carro frente a un semáforo; me rio nerviosa cuando paso por alguna licorería repleta de estudiantes que disfrutan su fin de semana comprando caña a precio de puerto libre. A veces siento, y no sé si sea bueno o malo, como si no estuviese viendo en el mismo país. Solo aterrizo y caigo en la cuenta cuando escucho “dame un marroncito, hermano” pedido a los gritos. Allí me digo: “Si, estás en Venezuela”.
En la cuesta que va hacia mi casa hay un pequeño barrio: una serie de casitas apiñadas cuya construcción autodidacta descubre las infinitas cualidades arquitectónicas de sus habitantes. Su nombre es “Petarito” y su pasividad va en sentido contrario con la alarmante rapidez con la que mueren lo habitantes de la otra, de la original, la de la ciudad, “Petare”. En esta, la pequeña, la tranquila, la de pueblo, no se escuchan ráfagas de tiro, ni sirenas de ambulancia; en ella se escuchan las piezas de dominó pegando contra la mesa de madera. También se escuchan las risas de los niños que juegan futbol bajo la lluvia, y cierran la vía para que ningún carro “antojao” venga a interrumpir la gran final. Por allí paso todos los días y aun me parece extraño ver un burro “estacionado” en la entrada de “Petarito”, al lado de los niños, como cualquier mascota al que le pones de cariño “mi muñito”. Que lindo, que tierno, que de pueblo tiene esta ciudad turística, que encanto rural. Si, es eso, encanto rural, que tranquilidad tan mundana y envidiada por las ciudades hacinadas por tanto carro, tanto centro comercial, tanta tasca vacía por los altos precios y la inseguridad. Tanta variedad que no se disfruta porque no te deja opción, porque es casi imposible llegar a cualquier parte.