martes, 26 de octubre de 2010
Mi paso por una sala de redacción
Mientras estudiaba Comunicación social en la UCV, las salas de redacción de los periódicos se me antojaban antológicas, de ensueño, únicas y propicias para el aprendizaje de una carrera apasionante. Me las imaginaba enormes, con mucha luz, llena de libros, y de tecleos incesantes frente a un computador. Todo un sueño para una pichón de periodista que soñaba con ver su nombre plasmado en una hoja en escala de grises, de tamaño estándar o tabloide. Ya en la mitad de la carrera, muchos de mis compañeros se habían inmerso en ese mundillo de genios y no tan genios, que juegan a tener la información más fresca y que cargan a cuesta la responsabilidad de publicarlas con la mayor “objetividad e imparcialidad posible”. Yo, mientras tanto, me esforzaba por encontrar un empleo que me permitiera ganar experiencia pero que no me retrasara los estudios.
Los veía, sentada en el banco verde frente a la escuela, correr para el periódico después de la última clase de la mañana, y luego los veía regresar, cegajosos y mal peinados, para asistir a las clases nocturnas. Los admiraba, lo confieso; soñaba con estar tan ajetreados como ellos, llenos de anotaciones y revisando el celular a cada rato para verificar que su jefa de prensa no los hubiese llamado. Por alguna razón, pasé años trabajando en cientos de cosas disímiles a lo que, en apariencia, era mi sueño: trabajar en un periódico. Fue a mis 25 años, y en una ciudad totalmente extraña, cuando por fin puse en marcha lo que había sido mi anhelo estudiantil y mi frustración profesional. Harto sabido era la mala paga que recibimos los periodistas de impresos, como harto sabido también era el desgaste físico y mental a los que son sometidos los reporteros. De igual forma no me importó: había determinado vivir esta experiencia a costa de lo que fuese, aunque esto a la postrera implicara una severa destrucción fácil y la preocupante caída del cabello.
Primer día
Llegue un lunes a las 8:30 de la mañana, cargada de ganas y buena disposición. En mi cartera tenía la tradicional libreta de anotaciones, dos bolígrafos (por si uno se dañaba), la grabadora y dos juegos de pilas; una aguja e hilo por si se rompía algo en medio de la entrevista, pega de zapato, dos ibuprofenos y tres chicles de menta. Todo un arsenal de cosas, como si en lugar de ir mi primer día de trabajo, me hubiese ido a la Franja de Gaza a batallar dentro del campo de las ideas y los paroxismos.
Me supuse que el primer día, por tratarse de la nueva, sería un poco más flexible. Me equivoqué. Mi primera pauta fue un robo de 12 computadores en un colegio público cerca de la Asunción, que a todas luces tenía pinta de ser nota a página completa y posible titular de primera. Ojo, no porque la noticia fuese la más importante, pero en una Isla suelen suceder muy pocas cosas trascendentales y un robo de computadoras, fácilmente, puede ser lo más importante del día (por no decir la semana).
Nota: aparte de la nota de sucesos, me tocó un acto político y una entrevista a la jefa de Zona Educativa del estado.
No sé como sea el maní en otros medios, pero en el Sol de Margarita las cosas suelen ser bastante extrañas. Tan sólo hay 5 periodistas que cubren todos los hechos locales, más sucesos, temas económicos y/o culturales. También hay 4 carros para transportas a las periodistas; 4 vehículos que se reducen a tres pues uno de ellos debe quedarse para los periodistas de deportes y la sección de espectáculos. Es decir, cinco periodistas deben sortearse los vehículos y los fotógrafos. Ese día, mi primer día, me tocó viajar con otra periodista (con su lista de pautas también) y un solo fotógrafo. Por ley, la primera pauta que se cumple es la de mi compañera, por ser ésta las más antigua y porque debo pagar la novatada. Ya son las 9: 30 de la mañana y aún no tengo nada escrito en mi coqueta libreta rosada. Nada alentador.
Es a las diez y cuarenta de la mañana cuando por fin piso el violentado colegio. No era la revuelta que esperaba: unos cuantos papeles en el suelo, una cerradura rota y más susto que hechos, la verdad. Los profesores en las escaleras hablaban de cualquier cosa y, a esa hora del día, aún la policía del estado no había hecho acto de presencia. Recabo mi información, dos o tres fotos del “reguero” y listo, a la otra pauta. Para, no tan rápido, antes de ir a mi segunda pauta debemos pasar por la segunda de mi compañera. Todo lento, poco a poco.
A la una de la tarde por fin llego a lo que será mi casa durante los cinco meses que duró mi ilusión dentro de una sala de redacción y, fíjense, digo ilusión porque todo ese cuento que se había armado en mi cabeza durante los años de estudios no era más que las frases hechas de mis sesudos profesores, que nos contaban con fascinación sus años como reporteros, obviando habilidosamente las cientos de horas sin dormir y la penosa muerte que va sufriendo la creatividad y las ganas de escribir conforme van pasando los días. Ese detallito no lo dicen (al menos a mi no me lo dijeron) en las clases de periodismo. Porque más allá de lo obvio: la mala paga y el exceso de trabajo, queda soterrado lo más importante: el verdadero ejercicio de la profesión que va muriendo como muere la pasión en las parejas que ya no se aman.
Las ganas de escribir historias fascinantes sobre cómo ve la vida un pescador que trabaja como un esclavo para ganar plata y luego gastársela en cerveza se ven aniquiladas por la inmediatez de la noticia, el exceso de trabajo y el irremediable “escribe cualquier vaina y llena ese hueco”. Porque, señores, dejémonos de romanticismo, en un periódico lo que importa en tener la exclusiva, vender ejemplares y llenar las venti tanto páginas con lo que sea. Reitero, no sé si en todos los medios impresos sea igual, pero con otros colegas con los que he compartida esta versión la similitud es pasmosa. Y no es porque los periodistas no quieran hacer algo más innovador y creativo como una crónica al estilo Soho, sino que para crear historias fascinantes es imperante el tiempo. La investigación, como todo, requiere de esa magnitud física con la que medimos la duración de los acontecimiento, mejor conocida como “Tiempo” *.
Al principio, comienzas por anotar los temas de interés en tu libreta, para luego desarrollarlo en los trabajos de fin semana. Le pones ojitos, los subrayas con marcador, le colocas pendiente con resaltador fucsia, pero que va, el tiempo te va comiendo la memoria, el cansancio se absorbe la inspiración y la rutina de las pautas termina destrozando todo interés por innovar. Ya no te tomas tiempo para escribir tus notas, sino que te sientas como un autómata a vomitar todo lo que dijo la fuente. Te conviertes en repetidor de citas. Hasta podrías cobrar por eso, como recordatorio de las frases más relevantes de algún ministro, de algún vendedor, del presiente…Ya no eres un escritor de historias, mutas a un escritor de caracteres, mientras el intrépido periodista que soñaste ser se va convirtiendo en un burócrata más, en un hacedor de titulares rimbombantes. ¿Qué dónde quedan las historias? Quizás escritas en algún blog, o en alguna crónica que aun no se ha publicado.
Como escribió Orhan Pamuk en su libro “Me llamo rojo”: "Si no quieres que el arte y la pintura de decepcionen, mejor que no se te ocurra verlos como una profesión. Por mucha habilidad y condiciones que tengas, busca el dinero y el poder en otro lugar, de manera que, al no recibir la justa compensación por tu habilidad y tu trabajo, no llegues a odiar el arte".
Como ven, la costumbre de citar no se ha ido del todo.
Para terminar el cuento, ese día terminé de escribir a las nueve de la noche, con sólo dos correcciones de las notas por parte de la editora en jefe y tres modificaciones hechas por el corrector de estilo. Por comentarios de mis compañeras, al parecer, en mi primer día salí bien librada, aunque nunca se explicaron por qué me habían mandado a cubrir sucesos. Pero bueno, fue tremenda experiencia.
* concepto cortesía de tía Wiki.
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